lunes, 28 de marzo de 2016

Los otros clásicos XLIII - Joseph Pérez de Montoro

Por José Ramón Fernández de Cano

“A UN GALÁN QUE ESTANDO UNA noche con una Dama, pidió un orinal por la mañana, y ella le dio un dedal”. Así de jocoso y esclarecedor es el título de este soneto del valenciano José Pérez de Montoro, oriundo de Játiva y residente, durante la mayor parte de su vida, en Andalucía Occidental, entre Sevilla y Cádiz. Pasó también largas temporadas en la Villa y Corte, donde, amén de quedar tuerto, ganó predicamento de poeta y dramaturgo inspirado, y alcanzó el honroso título de Secretario del Rey (que exhibió siempre como el mayor de sus logros, habida cuenta de que su formación académica no pasó de unos rudimentarios estudios musicales). Su poesía seria gustó mucho a sus coetáneos: Sor Juana Inés respondió, en verso, a su famoso romance “Amor sin celos”, y fue muy celebrada su paráfrasis de Góngora en el soneto “¡Tierra no más el cielo de Medina!”. En las burlas supo ser tan ingenioso como mordaz y –costumbres de la época– cruel: la dama de este soneto, para vengarse del galán que no ha podido satisfacerla, ridiculiza el tamaño de su miembro fláccido y le humilla por su incapacidad para alcanzar la erección (“encarrujarse: retorcerse, ensortijarse, plegarse con arrugas menudas”).

XLIII.- Joseph Pérez de Montoro (1627-1694)

Después que con su dama, y a pie quedo,
pasó toda la noche un cortesano,
viendo que el orinal no estaba a mano,
pidióle, y conoció que estaba a dedo:

¡Trajéronle un dedal, gentil enredo!
Vasija de estangurria donde es llano
que le ha de hacer a todo fiel cristiano
el miedo de mear, mear de miedo.

Porque el misterio está en que la niña
quedó, de mal contenta, bien quejosa;
y, viendo que la hebra se encarruja,

“mal sastre”, le llamó, de su basquiña,
que a quien le dan dedal, cosa o no cosa,
sin duda que no puede entrar la aguja.

miércoles, 16 de marzo de 2016

Sukkwan Island, de David Vann

Por Emilio Gavilanes


Cuando tenía 13 años, a David Vann (el autor de la novela) su padre le pidió que le acompañara a pasar con él un año en una isla perdida de Alaska. El niño no quiso acompañarle y unos meses después su padre se suicidó. El padre era un hombre depresivo y con problemas varios, pero Vann se ha preguntado toda la vida qué habría pasado si le hubiera acompañado.

            La mayor parte de la novela transcurre en una isla de Alaska, despoblada, a la que un padre y su hijo de trece años llegan en un hidroavión, que les deja y se vuelve a ir, con la intención de pasar un año en una cabaña alejada de la civilización (solo pueden mantener contacto exterior a través de una radio). El lugar es idílico: rodeado de bosques y montañas, junto a una bahía. El lugar perfecto para llevar una vida auténtica. El planteamiento es un poco el de Thoreau en su cabaña junto al lago Walden (más radical, pues la cabaña de Thoreau estaba a solo dos kilómetros del pueblo más cercano). Pero a Thoreau lo perdemos pronto de vista.

         Enseguida sabemos que el niño no quería hacer ese viaje y que ni él conoce mucho a su padre ni su padre le conoce mucho a él. Son padre e hijo, pero en lo más hondo son dos desconocidos. Más adelante comprenderemos que esta relación concreta es una metáfora de cualquier relación.

            Es otoño y empiezan a llegar los primeros fríos. Durante los primeros días nos recuerdan a Robinson Crusoe: cortan leña, cazan, pescan y ahúman carne, tratan de aprovisionarse de todo lo necesario para sobrevivir al largo invierno. Algunas tardes exploran los alrededores y se internan en una naturaleza salvaje que es uno de los grandes protagonistas de la novela. En nada se emplean tantas palabras en esta novela como en la expresión de esa abrumadora presencia material tan concreta. No falta el encuentro con la incontrolable fuerza animal, ejemplificada en un gigantesco oso pardo. Pero no es en el exterior donde está el peligro.

            Como cualquier construcción verbal, la lectura de esta novela no se resentiría si aquí se contasen los puntos clave del argumento (una buena novela es más una secuencia de palabras que un conjunto de ideas), pero es mejor que cada uno llegue a ellos por su cuenta.

            Esta es una soberbia novela de aventuras, a la vez exteriores e interiores, que tiene un poco de algunos de los escritores norteamericanos que a uno más le gustan: el nombrado Thoreau, el Jack London del Gran Norte, el Cormac McCarthy de Meridiano de sangre, incluso la vida al aire libre de Huck Finn (solo ese aspecto; no hay nada del buen humor de Mark Twain)... escritores que ahondan en la oscuridad más grande del corazón humano y lo hacen con palabras claras.

            Después de leerla, uno le ha dado muchas vueltas a esta historia. Uno sospecha que este Vann ha debido de pensar mucho en lo que podría haber ocurrido si hubiese ido con su padre. Y en lo que debía haber ocurrido. La literatura explica lo que tenía que haber ocurrido, la vida siempre se equivoca. Quizá ha llegado a la terrible conclusión de que lo que ha escrito es lo que realmente ocurrió.

lunes, 7 de marzo de 2016

El acechante Gavilanes

Por Dativo Donate

A veces no nos resistimos a tomar algo que nos gusta mucho, aunque sepamos que nos sentará mal. A mí me pasa con el pisto y con Kafka. Disfruto con su aparente sencillez, y luego la tortuosa digestión me da la noche.

Sin embargo no hablaré de Kafka ni del pisto. Sólo son ejemplo para que me comprendan. Hay para mí una tercera fuente de placeres y pesadumbres que se llama Emilio Gavilanes. Me da reparo escribir esto, porque conozco a Emilio. Por ello me angustia confesar que no lo soporto. No quiero decir con ello que sea mala persona, mal escritor, ni que su estilo me disguste. Muy al contrario, Emilio Gavilanes es uno de los escritores y narradores más inmensos que he conocido, sea personalmente o a través de su obra. Me ocurre que cuando devoro un plato, digo un libro, de Emilio Gavilanes, la lenta digestión de lo leído se me prolonga durante días, de modo que la primera lectura de una obra suya se me convierte en una tarea tan apetitosa como temible.

Conseguí hace poco Breve enciclopedia de la infancia. Tenía que conseguirla como fuese y le pedí a Juan, de Estudio en Escarlata, que la encargase. No va en la línea de su librería, dedicada a la novela policiaca, de terror y de otros géneros; pero me hizo el favor. O la faena.

Emilio Gavilanes es una gran persona. Nada tiene que ver con el escritor Emilio Gavilanes, que es un malvado. Este escribe con maligna precisión, destilando en su prosa maldad, verdad y memoria. Lo hace con tanta fuerza que, incluso cuando lo relees para aprender, se te olvida que lo estás releyendo, para engolfarte de nuevo en lo que cuenta y caer en la trampa. Eso me pasa con pocos escritores. Con Kafka, desde luego. Sin embargo, poco tiene que ver Kafka con Gavilanes. El abrupto apellido de Kafka presagia su temblorosa paranoia; en cambio la suave fluidez de el de Gavilanes camufla el vuelo tranquilo del depredador.

Gavilanes observa desde la altura de su sensibilidad y enseguida se lanza a cazar. O más bien parece un francotirador. Se fija en cosas que pasan inadvertidas y te las comunica con amabilidad, explicando al fin con contundencia aterradora los enigmas de la vida, la muerte y el tiempo. Hay dos imágenes suyas muy similares que me perturban. Un charco en la hondonada de un solar deja ver al secarse lo que descansaba en su fondo: pedazos de basura, escombros, plásticos, trapos, jirones de vidas y lo que una vez fueron deseos. En la terraza abandonada de un bar, ya indiscernible, aflora en el barro de las primeras lluvias un tesoro de chapas, residuo de bebidas compartidas y de también conversaciones, de amores, de encuentros ya engullidos por el tiempo.

A Gavilanes hay que leerlo despacio y atento, como internándose por territorio enemigo. Parece que no pasa nada, que es una mañana radiante y tranquila. Compartes la quietud de la naturaleza; y, cuando quieres darte cuenta, algo duro y agudo acaba de atravesarte el corazón.

La prosa narrativa de Gavilanes, y también sus haikus, contienen una combinación perversa de concisión, ingenuidad, lirismo y crueldad extrema. Los pájaros, que son leit motiv en su narrativa, aparecen por ejemplo revoloteando con toda su fragilidad justo antes de sufrir algún destino espantoso. Como los niños de arrabal. A veces me imagino lo que cuenta con dibujos de Carlos Giménez, el autor de Paracuellos o Barrio, que van en la línea. La infancia es un territorio mágico acotado entre la inocencia y la brutalidad. Rezuma una crueldad natural, sin malicia, o con una malicia tan ingenua que te provoca ternura mientras te devasta por dentro. La evocación de la infancia desde la edad adulta, si se hace con sinceridad, desentierra muchos crímenes.

Un niño, por ejemplo, imagina que va con sus amigos a ver a otro niño enfermo. Planean que el enfermito se escape de su casa para vivir una aventura nocturna y van al cementerio. Allí se encuentran con la tumba reciente de otro amiguito. "¿De qué se ha muerto?", pregunta el enfermo. "De lo mismo que tienes tú" le responden, con sinceridad ingenua y atroz.

Juan Escarlata se equivoca al no tener en sus anaqueles más siniestros a Emilio Gavilanes, solo por el hecho de que no sea un autor "de género". Yo abro siempre sus libros con una mezcla de avidez y de ansiedad. No imagino cómo me va a destrozar otro episodio admirable.

Tampoco es que me seduzca el sufrimiento gratuito. Lo que pasa es que Emilio Gavilanes es además uno de los raros humoristas que merecen llamarse como tales. El humor de Emilio empapa toda su prosa y compensa sus lanzadas tremendistas. Se aleja del tremendismo desagradable de Cela, que siempre se ríe de algo o de alguien. Emilio no se ríe de nada. Hace que te rías tú por él, que te sonrías o que se abra la carcajada ante lo que sus personajes ven, o hacen, o piensan. Los niños urden explicaciones disparatadas ante lo desconocido, o exprimen la felicidad infinita de un instante de fútbol, o imaginan todo tipo de aventuras con un cartón. Viven la ficción con la certeza intensa de la verdad, son eternos hasta que los llaman para cenar. Emilio lo cuenta con la misma naturalidad con la que sus personajes infantiles encaran la muerte. La vida infantil está jalonada de poesía y de atrocidades. Cuando muere el padre o la madre de un compañero no lamentan del todo la pérdida, sino que experimentan e incluso envidian "el prestigio de la muerte", el halo de protagonismo que acompaña a sus huérfanos durante algún tiempo.

La magia del humor de Gavilanes se encuentra, a mi parecer, en la ausencia de ridiculización o de censura. Sus personajes nos resultan humanos y comprensibles, incluso los más grotescos, incluso los más depravadamente descritos por la voz narradora que no proviene del autor, sino de un personaje tras el que se oculta. Esa mamá que se acerca por detrás a su hijo, el Gordo, que hace aspavientos y cucamonas ante sus amigos para hacerles reír, y descubre la pobre que la está imitando.

Luego está la estructura. Una novela de Emilio Gavilanes no se parece a ninguna cosa conocida. Breve enciclopedia de la infancia parece en efecto una enciclopedia, con entradas desde las que se amplía una idea enunciada en una palabra. Sin embargo, desde ellas no se define, o si acaso se explica narrando. De hecho puede ser una novela o una concatenación de narraciones unidas por diferentes personajes y la voz del mismo narrador. Pero la estructura descoloca. Como en Una gota de ámbar, o en El río, la insólita conformación de la obra consigue que parezca que uno lee por primera vez. No hay dónde agarrarse, o advertir "hasta aquí el planteamiento, esto es una subtrama, aquello la conclusión". El relato tiene una forma muy elaborada aunque imprevisible, terra incognita, la aventura. Avanzas por un espacio desconocido y peligroso, lleno de belleza, de poesía y de horror. No sabes lo que va a pasar; y peor, no sabes lo que te va a pasar.

Un libro de Emilio Gavilanes no es verdaderamente un libro. Es un sendero incómodo hacia el alma de uno mismo. Algunos recomiendan sus libros favoritos. Yo, con los de Emilio, no me atrevo.

Emilio Gavilanes (Madrid, 1959) ha publicado las novelas La primera aventura (Seix Barral, 1991), El bosque perdido (Seix Barral, 2001), Una gota de ámbar (Ediciones de La Discreta, 2007) y Breve enciclopedia de la infancia (XVI Premio Tiflos de Novela, Edhasa/Castalia, 2014), los libros de relatos La tabla del dos (Premio de relatos NH 2003), El río (Ediciones de La Discreta, 2005), El reino de la nada (Menoscuarto, 2011), Autorretrato (Punto de Vista Editores, 2015) e Historia secreta del mundo (Ediciones de La Discreta, 2015), por el que recibió el XII Premio Setenil al Mejor Libro de Relatos Publicado en España el 2015. También ha publicado las colecciones de haikus Salta del agua un pez (La Veleta, 2011) y El gran silencio (La Veleta, 2013).