lunes, 22 de febrero de 2016

Necroilógicas - Harper Lee y Umberto Eco

UMBERTO ECO, EL SUMO SACERDOTE

Por Dativo Donate


Estos fríos impulsan el desfile de la danza macabra. Harper Lee se va, tras pasar a la Historia por ese Atticus Finch que al final, dicen, era racista... Vaya, por Dios. Y se lleva también a Eco... A don Umberto Eco, con quien tanto leímos. No tanto por su best seller, que indica cuán lejos estamos de los ochenta (allá, Ecos y Garcías Márquez; acá sombras de Grey). No tanto por sus novelas, su día después, su Baudolino… como por su actitud. Fue un intelectual que manejaba con igual desembarazo a Tomás de Aquino o a Supermán; o estudiaba con igual dedicación la configuración del Infierno de Dante y la de Disneylandia.
Eco puso mundos en contacto que no sabíamos nosotros conectar. Explicaba muy divertido,  o muy serio, la estrategia de la ilusión. Hizo que el serio estudio de las universidades aceptase lo que eran hasta entonces trivialidades, fruslerías, molestias para el criterio académico. Eco conformó en gran medida el espíritu de los ochenta, cuando ibas a cualquier cafetería de facultad y veías a todo el mundo leyendo El Nombre de la Rosa. Por ejemplo, si lo citaba un señor que era semiótico —nada menos—, era admisible, tolerable y hasta plausible leerse a Sherlock Holmes. Qué cabal, que profundamente certero era ese fray Guillermo de Baskerville hollando los dominios del borgiano Jorge de Burgos. Todos éramos Adsos atónitos, ante una babel de textos que se liberaban de la prohibición de los inquisidores culturetas.

Después de Eco, pero solo después (y de su éxito económico impensable, la lotería de Esther Tusquets), tuvieron aceptación masiva las novelas antes consideradas ligeras, los detectives, el misterio y las maravillas. Estábamos en una encrucijada: una novela entonces solo era aceptable en España (en la España culturetas, se entiende) cuando tenía páginas incomprensibles, mucho léxico terruñero, múltiples infracciones de puntuación y de estilo; y todo esto siempre que hubiese alguna referencia en ella a la Guerra Civil. Eduardo Mendoza, y Vázquez Montalbán, y otros —Eco fue la corroboración explosiva, más que el detonante—,  no solo rompieron el ambiente gafapasta (los gafapastas de antaño, aquello sí que eran gafapastas), sino que tendieron puentes imposibles entre la alta cultura y la popular, incluso la de consumo industrial, y hasta la incipiente contracultura.
No me he leído todo lo que escribió, pero recuerdo con especial fascinación La estrategia de la ilusión, o Apocalípticos e integrados. Umberto Eco dignificaba cuanto tocaba y estudiaba, ya fuese la configuración de un museo cutre, los cómics de superhéroes, las canciones pop de la radio. Posiblemente fuese el primer intelectual de talla que no abordaba los subproductos de la cultura para demonizarlos. Para que me entiendan los más jóvenes, Umberto Eco fue el padre de Sheldon Cooper, el hombre que sancionó la seriedad absoluta de lo trivial. Claro que antes de Eco estuvo California, y los sesenta, y los nueve novísimos. Por supuesto. Pero Umberto Eco fue el sumo sacerdote de la cultura ecléctica.
Quizá las cincuenta sombras provengan de aquellos cincuenta millones de nombres de la rosa vendidos, que se dice pronto. Una y otra no dejan de ser novelas de género, y antes de Eco eso de los géneros no enraizaba por acá. Eco inventó un subgénero, el thriller con sencillo armazón de telefilme y trasfondo histórico profundo con mucha cultura, y mucha miga. De allí han brotado códigos da vinci, y novelas gordísimas de misterios y conspiraciones. Eco facilitó que la industria del libro se arriesgase con el género histórico, a ver si se repetía el zambombazo, con novela histórica buena y novela histórica mala. Trajo morralla, pero también lectores nuevos y lecturas nuevas. Puede que me equivoque, escribo la necroilógica con prisa; la novela fantástica, la novela de misterio, la novela histórica y, en suma, la novela de género despiertan editorialmente en España solo a partir de dos éxitos impensados y fundamentales, El Señor de los Anillos y El nombre de la rosa.
Que a muchos lectores les disguste tan plebeya proliferación de libros, o que la novela de género les interese o no, es misa para otro santo. Don Umberto me ha deparado muchas horas de intenso disfrute, tanto con sus obras como con muchas que crecieron a su oronda sombra. Debe de ser otro de los culpables a quienes he de agradecer mis descarríos lectores.

Dios no se lo tenga en cuenta.

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