lunes, 23 de febrero de 2015

Griegos y babilónicos, dos estilos de creación



En mi opinión, hay pocas diferencias en el trabajo de creación de un científico (digamos un físico que elabora una nueva teoría) y el que realiza un escritor cuando escribe una nueva novela. Los dos parten de un “problema” y buscan una “explicación”. Ambos proponen hipótesis (historias), aproximaciones, descartan, eligen, imaginan, emborronan papeles, tiran buena parte a la basura y se quedan con lo que les parece más aceptable.

La mayor diferencia tal vez esté en el contraste del resultado. El físico tiene el experimento que decide si su “solución” se adapta o no a la “realidad”. ¿Y el novelista? ¿Cómo mide las virtudes de su novela?

Aceptando todo eso que les une en el trabajo creativo y lo que les diferencia a la hora de contrastar el resultado, también creo que tanto en uno como en otro se pueden distinguir con claridad dos tipos de proceder para llegar al objetivo. Y es lo que en el libro que comentamos hoy -El arco iris de Feynman (la búsqueda de la belleza en la física y en la vida)- se llaman “el modo griego” y “el modo babilónico”.

En 1981, el autor, Leonard Mlodinow, recién doctorado en Física, obtiene una beca para trabajar en el prestigioso Instituto Tecnológico de Callifornia (Caltech), en donde el destino le coloca en un despacho vecino a dos monstruos sagrados y premios Nobel de Física de aquellos tiempos. A un lado tenía a Richard Feynman, para muchos el sucesor de Einstein y que en aquellos años ya luchaba contra el cáncer que le llevaría a la tumba. Y, al otro, a Murray Gell-Mann, descubridor de los quarks, las partículas elementales de las que están hechos los protones y neutrones. Ambos se llevaban razonablemente bien, pero sus estilos creativos eran radicalmente distintos. La apreciación de esa diferencia y la elección de un estilo propio por parte del joven becario constituyen el núcleo de este breve, sustancioso y emotivo libro.

Mlodinow encuadra a Murray Gell-Mann en el “modo griego” –el modo, por otra parte, dominante en la cultura occidental–: búsqueda de una lógica interna, un orden subyacente, estructura formal y matemática. La búsqueda de la verdad física la comparaba al trabajo detectivesco, pero un detective como Sherlock Holmes. La coherencia y armonía de las matemáticas le llevaron a deducir la existencia de los quarks antes de que su descubrimiento fuera certificado por los experimentos.


Feynman, sin embargo, era “babilónico”: la intuición y el instinto por encima de la formalidad, búsqueda de la explicación al margen de las matemáticas –los diagramas de Feynman–, violación de aceptados métodos matemáticos por otros de su invención –la integral de caminos de Feynman–. Su búsqueda también era detectivesca, pero su detective era Colombo. Y, casi al mismo tiempo que Murray llegaba al descubrimiento matemático de sus quarks, aplicando su método Feynman llegó a adivinar una estructura interna para los protones y neutrones, que llamó parvones.

Lo curioso es que el estilo creativo parecía trascender el trabajo de creación: Murray era tremendamente formal, le daba mucha importancia al liderazgo y a la consideración personal. Vestía elegantemente y se sentía a gusto en el pomposo Ateneo del campus universitario. Feynman, sin embargo, era descuidado en el aspecto y en la vestimenta y se trataba con cualquiera sin la menor pretensión. Se sentía a gusto entre los estudiantes en la cantina –que llamaban la Grasienta– y buscaba lugar de inspiración para su trabajo en clubs de streaptease.

Era –dice Mlodinow– como si en uno dominara el lóbulo izquierdo del cerebro (orden, formalidad, lógica) y en el otro el lóbulo derecho (intuición, búsqueda de pautas).

A pesar de su disparidad, Mlodinow descubre que ambos parecen compartir un mismo criterio de interés y veracidad.

A una pregunta suya sobre la reciente teoría de las cuerdas –que considera las partículas elementales como pequeñísimas cuerdas–, Murray le contesta: “Es tan bella que tiene que ser cierta.”

Otro día encuentra a Feynman absorto en la contemplación de un hermoso arco iris y Mlodinow se interesa por la razón que llevó a Descartes a analizar matemáticamente el fenómeno. Feynman no lo duda: “Lo que le inspiró fue el pensamiento de que el arco iris era bello.”

Como un luminoso arco iris que uniera los dos extremos, ¿hay una belleza objetiva que une con un mismo criterio las verdades de la ciencia y de las artes?

Como decíamos, en medio de aquel tour de force de los dos estilos creativos, el joven y talentoso Leonard Mlodinow al fin encuentra su camino. No sin dudas y presiones, desde luego –por ejemplo, la de su antiguo profesor tutor, que al conocer su decisión le llega a decir: “Mira, tú te debes a ti mismo, y a mí y a un montón de personas, para mantenerte en la física. Pusimos muchísimas horas en tu instrucción. Años. No puedes arrojar eso así como así. Tu talento. Tu educación. Es un insulto. Una falta de respeto.”


Y es que el prometedor becario había decidido dedicar una buena parte de su tiempo a la creación literaria. 

El arco iris de Feynman, de Leonard Mlodinow (Crítica, 2004) 

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