lunes, 25 de agosto de 2014

Currículo oculto


Hace algún tiempo, una persona que me consideraba mucho como escritor –al menos hasta ese día– se puso en contacto conmigo para que recomendara a chicos y chicas de entre 14 y 15 años algunas lecturas. Era una persona preocupada por el fomento de la lectura en adolescentes, y habiendo investigado algo de mi currículum –por ejemplo que a esa edad yo había obtenido calificaciones de matrículas de honor en las asignaturas de Lengua y Literatura en el bachillerato– pensaba que mi consejo sería muy bueno para los jóvenes.

Le contesté que, precisamente por mi experiencia de aquellos años, no me sentía capacitado para hacer esa recomendación. Sí, me habían dado matrícula de honor en Literatura; pero no por mi brillantez o el provecho que había obtenido de mis lecturas y estudios literarios, sino porque me había sabido adaptar muy bien a lo que se me pedía como alumno: en realidad, las lecturas que se me proponían en el instituto siempre me parecieron infumables y poco o nada saqué de ellas en aquellos momentos. Para ser sinceros, continué diciéndole, lo único que leía con gusto en aquella época eran novelitas de la llamada serie B que se compraban en los kioscos y salían cada semana. Sobre todo estaba enganchado a las novelas del oeste. Silver Kane, Keith Luger, y cuando me faltaba alguno de estos dos autores, me conformaba con Marcial Lafuente Estefanía, que consideraba producto nacional. Más tarde me enteré, con cierta desilusión, que en realidad todos eran producto nacional, pues detrás de Silver Kane se escondía Francisco González Ledesma, que era de Barcelona, y que Keith Luger era un valenciano que se llamaba Miguel Oliveros Tovar. ¿Qué hubiera dicho mi serio profesor de Literatura –por cierto, un literato muy reconocido– de saber que a mí El libro del buen amor me importaba un bledo y que con lo que yo realmente disfrutaba era con Que me entierren donde caiga mi sombrero? Naturalmente, en aquella época yo ocultaba celosamente este aspecto de mi currículum literario.

Así pues, ¿qué iba yo a decirles a esos chicos y chicas de 14 y 15 años respecto a sus lecturas? Siguiendo con lo del oeste, habría quedado muy bien recomendándoles por ejemplo Al este del Edén, de Steinbeck, o algo de Faulkner. Pero, honestamente, ese salto lo hice yo bastante más tarde.






martes, 19 de agosto de 2014

Acuarelas de Comas Quesada - Callejón de San Marcial

Por José García Caneiro


Se pararon los relojes en el aire
y huyeron los minutos
por todos los cuadrantes.
La postrera palabra
solidificó la lluvia
en un intento vano
de detener al mundo.
Y la historia, por una sola vez,
se rebeló ante el viento;
no pasaron los años
por la calle, las puertas, los balcones;
la vida envejeció en todo el orbe
y, en esta esquina,
se encogió sobre sí misma.
Habrá otra época, tal vez con otros soles,
en que vuelvan a surgir sobre las losas
las sombras de un instante
aún no fugado.

martes, 12 de agosto de 2014

Julio Ramón Ribeyro, Dichos de Luder (Lima: Jaime Campodónico Editor, 1992)




Por lo que es más conocido el peruano Julio Ramón Ribeyro es por sus cuentos, muchos de ellos excepcionales, cuentos que hace tiempo se leen en colegios e institutos.
No menos excepcional es Solo para fumadores, su libro sobre el tabaco, o más bien sobre sus conflictivas relaciones con el tabaco, un libro triste, de una intensidad y una fuerza turbadoras.
Pero de todos los que escribió Julio Ramón Ribeyro mi favorito es Prosas apátridas, libro absolutamente genial, recopilación de pensamientos, anotaciones de una claridad y una lucidez apabullantes.
Este de Dichos de Luder es como un primer esbozo de las Prosas apátridas, también con anotaciones (pensamientos, opiniones) muy originales. Lo que me resulta más gracioso de este libro es que Ramón Chao lo tiroteó para hacer su prólogo a La tentación del fracaso, los diarios de Ribeyro que publicó Seix Barral hace unos años. Chao copió muchos fragmentos enteros. En el prólogo de Ribeyro a los Dichos de Luder hay un pasaje en el que atribuye a Luder unas costumbres de su época de París que Ramón Chao copia exactamente, atribuyéndoselas a Ribeyro, y muchas de las cosas que dice Luder, especialmente las más humorísticas, Ramón Chao las cuenta como que se las dijo a él Ribeyro, en distintos momentos de su amistad, curiosamente con las mismas palabras. Chao se fía tan poco de su propia memoria, está tan apegado al texto de Ribeyro, que uno llega hasta a dudar de que conociera a este fuera de los libros.


martes, 5 de agosto de 2014

Los otros clásicos XXVIII - Juan Bautista de Mesa


Don Juan Bautista de Mesa, casi coetáneo riguroso de Cervantes, conforma una de las singularidades más llamativas del “grupo antequerano-granadino”. Hombre de amplia formación humanística, ejerció de escribano –otros dicen que de notario– en su Antequera natal, al tiempo que consagraba sus inquietudes intelectuales a la traducción de clásicos latinos. Su primera “rareza” estriba en que no fue poeta –soldado, ni poeta– clérigo ni poeta– profesor, como la inmensa mayoría de los vates de su tiempo; y otra originalidad suya es que desembocó muy tarde en la poesía, ya en plena madurez (“poeta de senectud”, le llama Juan Bautista Martínez, uno de los pocos estudiosos de su obra), rodeado de jóvenes nacidos en generaciones posteriores (como Pedro de Espinosa), el más conocido de ellos, que era treinta y un años más joven). Entre el reducido corpus lírico de Mesa que ha llegado hasta nuestros días (ocho sonetos, un madrigal, una canción y un romance), sobresale este hermoso poema en el que el autor, recogiendo el tópico  virgiliano del ruiseñor que trina sus penas de amores (también reelaborado por Petrarca), compara el dolor con el de la avecilla, y concluye que el suyo no tiene remedio, pues el desdén de su dama alcanza cotas inmutables de dureza.

XXVIII.- Juan Bautista de Mesa (1547-1620).

Si al viento esparces quejas en tu canto,
amante ruiseñor, y no has podido
inclinar a piedad el sordo oído
de tu querida, no te cause espanto:

¿Qué mucho, aunque bien cantas y amas tanto,
que el canto y el amor hayas perdido,
si, como yo, te ves aborrecido,
pues yo amo y lloro, y pierdo amor y llanto?

Consuélate en mi mal y el bien espera,
que solo yo en mi mal es bien presuma
que con mi fe compita en ser constante;

al fin amas tú a un ave, yo a una fiera:
tú un pecho –presto– mudarás, de pluma;
yo, tarde o nunca, un pecho de diamante.