lunes, 31 de marzo de 2014

Los otros clásicos XXV - Francisco de Figueroa

Salvo que alguna investigación reciente –por mí desconocida– haya probado lo contrario, este soberbio soneto sigue siendo uno de los grandes enigmas de la poesía española. Fue tan famoso en su tiempo que aparece recogido, en diferentes versiones, en trece recopilaciones distintas (entre manuscritas e impresas), unas veces citado como anónimo, y otras atribuido a Francisco de Figueroa, a Gregorio Silvestre, al Conde de Salinas, a Bernardo de Balbuena y al licenciado Antonio Mergullón. Como brillantemente demostró el profesor Alberto Blecua, todas estas versiones son variantes (a veces meras copias de copias, y una de ellas, incluso, una traducción al portugués) de un original que, a día de hoy, sigue considerándose perdido. La variante más cercana a dicho original –y, sin lugar a dudas, la de mayor calidad– es ésta, atribuida al genial poeta alcalaíno Francisco de Figueroa, soldado, diplomático y contino del rey Felipe II, que anduvo por Italia (llegó a escribir excelentes poemas en la lengua de Petrarca), Francia y Flandes, para retornar a la corte madrileña y asentarse, finalmente, en su Alcalá natal, donde, poco antes de morir, mandó quemar su obras. Por fortuna, sus deudos no lo hicieron, lo que permitió al humanista Luis Tribaldos de Toledo editarlas en Lisboa, en 1625.

XXV.- [Versión de] Francisco de Figueroa (ca. 1530-ca. 1586)

Perdido ando, Señora, entre la gente,
sin vos, sin mí, sin ser, sin Dios, sin vida;
sin vos, porque de mí no sois servida;
sin mí, porque no estoy con vos presente;

sin ser, porque de vos estando ausente
no hay cosa que del ser no me despida;
sin Dios, porque mi alma a Dios olvida
por contemplar en vos continuamente;

sin vida porque, ya que haya vivido,
cien mil veces mejor morirme fuera
que no un dolor tan grave y tan extraño.

¡Que preso yo por vos, por vos herido,
y muerto yo por vos de esta manera,
estéis tan descuidada de mi daño!

miércoles, 26 de marzo de 2014

Nada, Janne Teller

Por Paloma González


Cuando llevé Nada de Jeanne Teller, al mostrador de la biblioteca me informaron amablemente de que el libro es un crossover, a lo que siguió la explicación pertinente: que se trata de una fábula para todas las edades (no sin un punto de descalificación).

El arranque del libro, aunque inofensivo, no deja de ser irritante: un muchacho de unos trece o catorce años abandona la escuela, se encarama a lo alto de un ciruelo e increpa a sus excompañeros cada vez que los ve pasar camino a clase que nada tiene sentido; no van a llegar a nada; ¿para qué esforzarse tanto si sus vidas van a quedarse en nada?

Sus compañeros se dan por aludidos y la necesidad de demostrar Pierre Anthon el significado, la relevancia de cuanto construye sus vidas va haciéndose una necesidad imperiosa, de modo que todos acometen con entusiasmo la iniciativa de construir físicamente «un montón de significado».
Todo comienza como un juego con una pizca de trascendencia, ingenuamente altruista. Se trata de amontonar objetos simbólicos que significan mucho para cada uno de los integrantes del juego, pero no puede haber trampas: no será cada uno el que entregue voluntariamente lo que más le importa, es un tercero, otro de los integrantes del juego, quien exigirá que deposite lo que, a su criterio, sea una renuncia trascendental.

El montón empieza creciendo con renuncias obvias: colecciones de libros, zapatos de plataforma, bicicletas… Objetos que simbolizan la iniciación a una nueva edad, la libertad, los símbolos de la vida a la que aspiran; pero se han tendido una trampa mortal de necesidad, porque el que acaba de experimentar la renuncia como un trauma es quien tiene que imponer al siguiente su renuncia y en el que acaba de experimentar dolor no hay piedad, solo una amargura que requiere que el siguiente objeto sea más significativo aún que el anterior. Mientras el grupo de muchachos empeñados en su «montón de significado» se sume en un rito de iniciación salvaje, Pierre Anthon se nos hace más y más antipático encaramado a su ciruelo, sin que la espiral de renuncia y el dolor le alcancen, amonestando a sus compañeros con vaguedades que van perdiendo su capacidad de herir. 

Los integrantes del grupo del «montón de significado» se aproximan a quienes no conocen bien y le brindan una amistad de mentira para sonsacar a su víctima cuál sería su renuncia más dolorosa; la próxima víctima se pliega al juego porque piensa que, si establece un vínculo de simpatía, será tratado con piedad, pero las páginas nos van demostrando que no hay piedad posible. Todo adquiere un carácter tramposo y brutal. Y el libro crece en significado hasta un extremo en el que se impone apartarse un poco, como si quemara, para luego tomar aliento y seguir, ya seguros de que no vamos a salir indemnes de su historia.
Y no lo hacemos… Cuando el juego se detiene por causas de fuerza mayor, entran en juego otras reglas y Pierre Anthon baja del árbol, atónito, pero inamovible en su distancia. Horrorizado, pero reafirmado en la lucidez de su retórica profecía.

Nada, bendecido por un escándalo que da un halo morboso a su lectura, tiene vocación de parábola, y desde mi punto de vista es esa vocación la que pesa más que la propia historia, que la desproporción con la que se construye el «montón de significado». Todo lo doctrinal, sea del signo que sea, cuando se ha propuesto un fin dogmático es como una apisonadora que ignora los matices, el recorrido, el «cómo» para imponernos el «para qué». Cada una de las renuncias que relata aisladamente merece su propia obra, pero el exceso va pasando como un tanque sin darnos tiempo a reflexionar ni a estremecernos para conseguir transmitirnos un mensaje que prácticamente se ha vaciado de contenido a lo largo de su recorrido.

Nada, Janne Teller. Trad. Carmen Freixenet. Barcelona, Seix Barral, Biblioteca furtiva. 2011.

lunes, 24 de marzo de 2014

Acuarelas de Comas Quesada - Balcón en la calle del Rosario

Por José García Caneiro
 
La madera, muy vieja,
solidez de otro tiempo
hecho quimera,
y la apagada luz, dormida
por un alud de edades
                                difuminas
en un nicho de vidrio,
se abrazan silenciosas.
Se aferra el farol
al blanco muro,
a la piedra tallada del dintel,
a los clavos de herraje
                                de la puerta;
se incrusta con fiereza en la madera,
rudamente labrada del balcón
como un ancla que impide,
                                        tercamente,
a la marea inconclusa de los tiempos
arrastrar la no perdida evocación
en las olas de un futuro que no cesa.

jueves, 20 de marzo de 2014

Wilhelm Reich

Cuando yo tenía catorce, quince años, había en la pandilla un chico unos años mayor que los demás que ejercía de gurú. Él nos enseñó que en el mundo se superponían dos dimensiones: una visible y otra secreta, lo que podíamos ver y lo que en realidad estaba ocurriendo. Muchas veces íbamos por la calle, asistíamos a una escena y enseguida acudíamos a él para que nos explicase lo que estábamos viendo, como si nosotros fuésemos ciegos. A veces, después de salir del cine le pedíamos que nos contase la película que acabábamos de ver.

La clave de lo que en realidad estaba ocurriendo estaba en los libros. Y él había leído todos los libros. No los de los mayores, los que nos pedían en el colegio, los que los adultos querían que leyésemos, sino los que merecía la pena leer. Venía y nos contaba que Hernán Cortés jugaba al ajedrez con Moctezuma y que le hacía trampas. O que el primer cóndor que se mandó a Europa desde América medía seis metros de una punta de un ala a la de la otra… Las cosas que molaba saber. Él fue quien nos contó los libros de Castaneda. Él nos hizo adictos a ellos. Adorábamos a Castaneda y a don Juan Matus y queríamos viajar a Ixtlán y entrar en el nagual. Mucho antes de leer por nuestra cuenta aquellos libros, nosotros ya los conocíamos. Incluso comprobamos después que había episodios en los que el original no estaba a la altura de su copia.

lunes, 17 de marzo de 2014

Los otros clásicos XXIV - P. Pedro de Tablares

La irrupción de las sotanas negras (vid. entrada XXIII) me trae el recuerdo de otro jesuita, éste sí raro entre los raros en la actualidad, aunque en su tiempo fue una figura celebradísima. Hablo del reverendo padre Pedro de Tablares, de quien se dice en un texto jesuítico del s. XVIII que fue “hombre agudísimo y chistoso, y de un natural tan apacible, y adornado de otras prendas, que era muy querido por todos los Príncipes y Grandes”. Sacerdote, músico y latinista, ingresó en la Compañía en 1549; al año siguiente, acompañando al futuro San Francisco de Borja, marchó a Roma, donde desempeñó altos cargos y mantuvo una estrecha relación con Ignacio de Loyola. Pero me interesa más subrayar aquí la admiración que le profesaron todos los poetas de la época, desde un monstruo de la talla de Lope de Vega (quien, en La Arcadia, glosó, en forma de sextina, el soneto expuesto más arriba), hasta el mismísimo Quevedo (que tomó del soneto “¡Ay, dulce sueño y dulce sentimiento!”, de Tablares, los tercetos para su famosísimo “¡Ay, Floralba! Soñé que te… ¿Dirélo?”). Sorprende y espeluzna en este poema el riguroso ejercicio de autoexecración: Tablares no solo se avergüenza de sus muchos pecados, sino que le desea a su propia alma que pague, por ellos, con las penas eternas del infierno.

XXIV.- P. Pedro de Tablares (1501/06-1565)

Amargas horas de los dulces días 
en que me deleité; ¿qué bien he habido? 
Dolor, vergüenza y confusión han sido 
el fruto de mis triste alegrías.

¡Ay, Dios!, porque me amabas, me sufrías; 
que es gloria del amante ser vencido, 
y mía, que verán por lo sufrido, 
tu gran bondad y las maldades mías.

¡Bondad inmensa, inmensa y ofendida! 
¿Tan duro golpe en un corazón tierno 
no te quebranta, oh alma endurecida?

Deseo verte puesta en un infierno 
pagando tal ofensa en larga vida 
en fuego vivo, en pena y llanto eterno.

jueves, 13 de marzo de 2014

LA INTRUSA, Éric Faye

Por Paloma González


Éric Faye no dio a su novela el título que los editores de Salamandra decidieron para su traducción al español. La novela original se llama Nagasaki. Con esta novela sucede como con esas películas que se rebautizan por motivos comerciales, por prejuicios, sin reparar en que con el cambio de nombre nos arrebatan claves que las iluminan. 

Esto es lo que le sucede a esta novela: con el título en español pretenden invitarnos a entrar en una trama intrigante, una nouvelle de personajes y este texto es mucho más que eso.

Éric Faye elige deliberadamente como título el nombre de la ciudad en el que transcurre la trama, un espacio. Y es que esta es una narración en la que lo relevante es el espacio; el lugar en el que transcurre es el verdadero protagonista: una casa en Nagasaki, la casa de Shimura, un solterón de 56 años, meteorólogo, un hombre preciso y meticuloso, al que conocemos el día que llega a su casa cargado con las bolsas de la compra y que cuando abre el frigorífico hace un detallado inventario de su contenido. A continuación saca una regla y mide el contenido del envase de zumo que ha abierto por la mañana. Faltan siete centímetros de líquido. La evidencia reafirma sus sospechas: Shimura piensa que alguien entra en su casa y se alimenta a su costa en su ausencia, y esa misma tarde instala una WebCam en su cocina.

El primer día de vigilancia, una pequeña ventana abierta en la pantalla del ordenador de su centro de trabajo solo deja entrever a Shimura una sombra, pero el segundo día le muestra a una mujer madura y no especialmente bella que pone agua a hervir en su tetera, conecta su hervidor de arroz y recibe embelesada los rayos de sol que entran por la ventana de su cocina. Shimura, que ha llamado de inmediato a la policía para que detengan a la intrusa, se arrepiente de haberlo hecho. Trata de avisarla. Llama a su propia casa por teléfono, la visitante de su cocina se sobresalta, pero como era de esperar no responde y es detenida. 
Shimura recibe aturdido la noticia de que la mujer que han detenido, y que tiene un duplicado de la llave de su vivienda, llevaba casi un año viviendo en ella, en un estante del armario del cuarto que reservaba para invitados.

La novela se basa en una historia real que saltó a los periódicos nipones en 2008.

La extrema delicadeza de Faye al abordar la historia nos regala momentos tan hermosos como este, cuando Shimura inspecciona el estante del armario en el que pernoctaba su silenciosa huésped:

Bajo el almohadón encontré una novela que había estado buscando en la estantería del salón la semana anterior: Escándalo. En la página doblada en que debía de haber interrumpido la lectura, Shusaku Endo había escrito esto: «Los principales engranajes de su ser se habían estropeado sin previo aviso. Y el motivo era evidente. Desde la noche de…». Idiota, me dije, porque acababa de ocurrírseme que podía mandarle el libro a la cárcel para que lo terminara.

Las páginas de la primera noche tras la detención y la revelación son de una belleza que deslumbra. 
Éric Faye no renuncia a dar la versión de la okupa invisible más allá de la noticia y la reconstrucción de su epopeya, y es esta otra perspectiva la que nos hace reflexionar sobre lo que somos. No solo nosotros, sino los escenarios que nos han construido, los espacios en los que nos disponemos, que nunca vuelven a ser los mismos sin nosotros, como tampoco nosotros somos iguales sin ellos.

La intrusa, Éric Faye. Trad. José Antonio Soriano Marco. Barcelona, Ed. Salamandra, 2012

lunes, 10 de marzo de 2014

Necroilógicas - Leopoldo María Panero

Seguramente ya conocéis la noticia. Lo que no sé si sabéis es que ya llevaba muchos años viviendo aquí, en el Psiquiátrico que está en Santa Brígida, conocido como La Quinta de Reposo. Es un lugar paradisíaco, rodeado de palmeras y con vistas al macizo montañoso de la isla. Muchas veces –las tardes libres que le dejaban en La Quinta– le veíamos en la calle Triana, solo y fumando sin parar. Hace unos meses, le invité a tomar un café en la cafetería que está al lado del estanco que tienen mis hermanos en esa calle y quise ver la posibilidad de que publicara en La Discreta. Me salió por los cerros de Úbeda y no insistí. Este año no le veíamos por allí, lo que era muy raro, pues sentarse en los bancos de Triana a fumar era para él un rito. En fin, los que conocéis su poesía ya sabéis que era provocador y duro. Pero muy buen poeta, en mi opinión.

jueves, 6 de marzo de 2014

Acuarelas de Comas Quesada - Ceretos

Por José García Caneiro


 Surgidos de la tierra
cual suspiro apenas apreciado,
cambiaron su talle cimbreante
por rigidez altiva
capaz de soportar sin un quejido,
entre su urdimbre débil,
el fausto renacer
de un mundo fértil.
Mimbre, caña, bambú,
hacen su sangre acero
para tejer, tan sólo con un gesto,
una matriz inmensa
que, en su seno, transporte,
del sol hasta los hombres,
los frutos de esa entraña inanimada
que forman las cosechas y la nada.

lunes, 3 de marzo de 2014

Joaquín Díaz, La cárcel blanca (Au clair de la lune, 1996)

El libro, que se compone de las anotaciones que el autor hizo durante una depresión, no es, sin embargo, nada depresivo.

Cuenta sueños y recuerdos, y unos y otros se mezclan con toda naturalidad y parecen hechos de la misma pasta.

Uno tiene la impresión de que todo lo que cuenta está dirigido a explorar su interior. Parece que está buscando dónde, cuándo se rompió la viga maestra.

Habla de su primera infancia en Zamora, de los años en Valladolid, del comienzo de su actividad como cantante folk (cuenta que creó canciones que hizo pasar por tradicionales). Recuerda a sus padres, habla de la muerte, de su anterior depresión, de su familia (ese tío Paco, encerrado en psiquiátricos), da algún paseo por Urueña, hace alguna reflexión… Y todo lo cuenta sin grandes énfasis, con una voz que parece la de un amigo que nos revela sus secretos.

Se trata a sí mismo con dureza, pero sin furia. Habla con sosiego, como en voz baja, buscando sincerarse consigo mismo. Dice que no es valiente, que es insociable, que es egoísta, que se comportó mal con Cecilia... La cantautora Cecilia (¿quién no recuerda aquel cuento perfecto, “Un ramito de violetas”?). Y lo que cuenta a propósito de ella es quizá lo más dramático del libro. Cuenta la relación de amistad-amor que tuvo con ella. Cómo cuando se conocieron Cecilia se enamoró de él y cómo él la desdeñaba. Y cómo cuando Cecilia empezó a salir con otros hombres él se enfadó y se sintió horriblemente celoso. Siente que su comportamiento con ella fue miserable, egoísta. (Cecilia, que se mató al chocar el coche en que viajaba hacia Galicia, con un carro, en el pueblecito zamorano de Colinas de Trasmonte.)

El retrato de sí mismo que traza Joaquín Díaz no es agradable y sin embargo el libro es muy grato de leer.