jueves, 27 de febrero de 2014

El arte nuevo de Santiago López Navia

(Texto leído por el poeta Eduard Sanahuja en la presentación del libro Arte nuevo, de Santiago López Navia, el 31 de enero de 2014, en la Librería Novecento de Barcelona.)

Por Eduard Sanahuja


Conocí a Santiago López Navia en mayo de 2011. Le invitamos desde el Aula de Poesía de Barcelona para que participase en una mesa redonda de las XVII Jornades de Poesia i Mestissatge, dedicada al tema de Poesía y rock en el marco de la Setmana de la Poesia de Barcelona. Fue el poeta José Antonio Arcediano quien sugirió a la Junta del Aula la participación en las Jornadas de Santiago: “es profesor universitario –nos dijo–, tiene un discurso impecable, es poeta y ha estudiado el fenómeno del rock”. Santiago aceptó nuestra invitación. Su intervención, junto a Sabino Méndez y la cantante Bikimel, fue espléndida, preparadísima, como corresponde a un experto en retórica, en el Siglo de Oro y en Cervantes. Palabras vehementes, fundamentadas, nada superficiales. Recuerdo particularmente su defensa de la canción “Mi calle”, del grupo barcelonés Lone Star, como la mejor canción del rock reivindicativo español. No los hizo pasar muy bien, y aprendimos. Desde entonces no le he vuelto a ver sino hasta hoy. Aunque he sabido que ha intervenido en la publicación  de la traducción al castellano de los libros de poemas de dos poetas catalanes amigos míos, La hiedra obstinada, de Miquel-Lluís Muntané (Madrid, Ediciones de La Discreta, 2010, traducido por José Antonio Arcediano y Antonio García Lorente), y El libro de los adioses, de Josep Anton Soldevila, coeditado en edición bilingüe con Paloma González Rubio (Madrid, Ediciones de La Discreta, 2012); también creo que anda metido en propiciar la publicación en castellano de la poesía de uno de los maestros de la poesía catalana, Jordi Pamias. En fin, este era el estado de la cuestión cuando recibí una llamada de Miquel-Lluís Muntané invitándome a participar en esta presentación. Yo no había leído el libro Arte nuevo, ni ningún libro de poemas de Santiago. Pero acepté sin vacilar. Santiago me mandó por correo el libro (¡qué placer recibir cosas por correo!). Lo leí al pronto y llamé a Miquel-Lluís: “El llibre m’agrada”, le dije. “Ja ho sabia”, me respondió Miquel-Lluís, “perquè la teva poesía té molts punts de contacte amb la del Santiago”. Había hecho, pues, un acto de fe que me salió bien, porque ahora estoy presentando un libro, Arte nuevo, publicado por la editorial Vitrubio, cuya lectura me ha aportado muchas satisfacciones. Es un libro recomendable, que aúna tradición y contemporaneidad, breve, intenso, sabio, brillante en la construcción de los poemas y en el desgrane de los versos; en suma, una pequeña joya, pero una joya en absoluto preciosista: no pertenece a la familia del adorno, de lo decorativo, sino a la de la funcionalidad estética de la palabra para testimoniar la vida.

lunes, 24 de febrero de 2014

Los otros clásicos XXIII - Francisco de Medrano

Ahorcó los hábitos de jesuita Francisco de Medrano y marchó a Roma, para acabar regresando a su Sevilla natal, donde enseguida se integró en la elite cultural hispalense. Durante su paso previo por Salamanca, recién adscrito a la Compañía de Jesús –pero ya en severas disensiones con ella– se había impregnado del hálito horaciano que reinaba entre los poetas universitarios; de Italia se trajo lo más depurado de un ya decantadísimo petrarquismo; y en Sevilla asimiló de inmediato las esencias del manierismo herreriano: no es de extrañar que con estos mimbres, sumados a su innata inspiración, acabara construyendo odas y sonetos de una belleza deslumbrante. En éste invoca a su amigo Hernando de Soria (“Sorino”) para mostrarle la fugacidad de la vida reflejada en un campo agostado que, meses atrás, era un espléndido paisaje de espigas verdes, capaces de eclipsar el destello de las esmeraldas. Un día de invierno, convaleciente de una leve dolencia, “se hallaban en su aposento algunos amigos y él con ellos en buena conversación, tan alegre que cantó un romance sentado en la cama y luego pidió un jarro de agua para beber, diciendo que se sentía bueno”. Fue beber y caer desplomado en su lecho, segado por una muerte tan prematura como iletrada, que le impidió granar del todo.

XXIII.- Francisco de Medrano (1560-1607)

Yo vi romper aquestas vegas llanas,
y crecer vi y granar en pocos meses,
estas, ayer, Sorino, rubias mieses,
breves manojos hoy de espigas canas.

Estas vi, que hoy son pajas, más ufanas
sus hojas desplegar, para que vieses
vencida la esmeralda en los enveses,
las perlas en su haz por las mañanas.

Nació, creció, espigó y granó en un día
lo que ves con la hoz hoy derrocado,
lo que entonces tan otro parecía.

¿Qué somos, pues? ¿Qué somos? Un traslado
de esto; una mies, Sorino, más tardía…
¡Y a cuántos, sin granar, los han segado!

jueves, 20 de febrero de 2014

Necroilógicas - La novela que Fernando Argenta proyectaba escribir

Por Paloma González 

Esta primavera hará diez años.

Se celebraba en Málaga una gala musical en la que invitaron a mi hija a participar. El organizador había contactado con Fernando Argenta para que la presentase. Recuerdo que el Real Madrid jugaba un partido decisivo a la misma hora. Yo estaba sentada junto a Toñi, la mujer de Fernando, que recibía en el móvil mensajes de su hijo desgranándole las peripecias del partido, que ella filtraba y enviaba a su vez a Fernando, que salía del escenario solo cuando el joven intérprete de turno tocaba su pieza.

El Madrid ganó (creo, porque eso no lo recuerdo muy bien), pero supongo que, de haber perdido, a Fernando Argenta no le hubiera afectado: tenía una cordialidad a prueba de bomba, pero no una cordialidad de circunstancias, sino muy espontánea, una cordialidad a la que no afeaban las tablas y la experiencia.

Por entonces yo escribía solo para mí y nadie sabía nada de mis aficiones, pero como ya cargaba a mis espaldas una larga trayectoria en el mundo editorial, la conversación acabó recayendo inevitablemente en literatura, aunque en aquella ocasión lo previsible hubiera sido hablar de música.

Fernando Argenta me explicó en detalle, a lo largo de dos platos sucesivos, un proyecto que llevaba acariciando mucho tiempo, la escritura de una novela. Se notaba que había reflexionado a fondo sobre ella. Me contó que la novela transcurriría en la frontera entre EE.UU. y México, que el protagonista sería un camisa mojada que casi encuentra la muerte en su paso a la tierra prometida americana. Me dijo que aún no sabía bien si su protagonista iba a pasar esa frontera siendo adolescente, un joven o ya un hombre. Lo que sí sabía era que ese camisa mojada era nada menos que el Mesías, y que se quedaría en esa frontera, testigo de un mundo y de otro… Y aquí, me decía, estaría la reinterpretación de los evangelios, de algunas cosas de los evangelios.

Yo le dije que era compleja y ambiciosa. Él se quedó pensativo mientras asentía y dijo que, efectivamente, era algo que tenía que documentar muy bien, que se lo tenía que tomar con calma.

No añadió más porque llegó el momento de las fotografías, pero al despedirnos me dijo que me avisaría cuando la hubiera terminado de escribir.

Volvimos a encontrarnos cinco años después, en el Teatro Real, en la reposición de Rigoletto, en junio de 2009. Me alegré muchísimo de reencontrarlos, a él y a Toñi, con quien había pasado en Málaga una tarde inolvidable y a la que mi hija hizo después muchos dibujos. La tarde de ópera le pregunté por su novela a Fernando. Me dijo que seguía con el proyecto en mente, pero que estaba muy ocupado, pese a su prejubilación, y que se estaba dedicando a la reivindicación de la labor musical de su padre, Ataúlfo Argenta.

Pensé aquella vez que ese nuevo proyecto, igual que la novela, igual que su labor de difusión musical era muy arriesgado, que Fernando Argenta era un hombre muy arriesgado.

Cuando busco entre sus publicaciones, no encuentro ninguna novela y no sé siquiera si llegó a empezarla. Tampoco sé si de haberlo hecho seguiría el guion de la novela que me contó aquella vez.

lunes, 17 de febrero de 2014

Pequeño diccionario de Tediato (nuevas entradas)

Por Santiago López Navia

arrastar. Llevar a un rastafari por el suelo sujetándole con fuerza del pelo.

cicactriz. Falsa señal de una herida que ocasionalmente forma parte de la caracterización de las mujeres que se dedican al cine o al teatro.

coreografea. Baile ejecutado por una mujer poco agraciada.

desasososiego. Inquietud que experimenta un individuo particularmente inexpresivo. Estado opuesto al sososiego (véase sososiego).

displiciencia. Desprecio que se muestra ante las disciplinas del saber.

entusiasno. Estado de exaltación propio de los burros. Aplícase también a ciertos individuos de la especie humana caracterizados por su singular necedad. 

perrogativa. Privilegio que disfrutan los cánidos.

prosopapilla. Recurso literario particularmente frecuente en las historias inventadas por los padres y madres para distraer la atención de sus bebés mientras les dan de comer. Como todos los demás recursos literarios desplegados con el mismo fin, su eficacia es limitada.

selapelable. Aplícase a la decisión que toma quien actúa con desprecio soez ante nuestro rechazo o desacuerdo con respecto a ella, razón por la cual no cabe discutirla.

sososiego. Calma que experimenta un individuo particularmente inexpresivo. Estado opuesto al sososiego (véase sososiego).

subrevarse. Acción de rebelarse mediante el lanzamiento de brevas.

tanquilidad. Sensación de seguridad que experimenta el tripulante de un carro de combate.

testimono. Declaración que presta un simio. Aplícase también a las manifestaciones orales o escritas que hacen ciertos mentecatos, lo que justifica que sean muy numerosas.

jueves, 13 de febrero de 2014

Ethan Frome, de Edith Wharton

Creo que lo que distingue una trama vulgar y previsible de otra extraordinaria y reveladora, es a veces muy poco pero determinante. Y eso me ocurrió con la lectura de esta novela de la escritora Edith Wharton, en la que se narra lo que podríamos denominar un drama rural, que tiene lugar en el condado imaginario de Starkfield, de Nueva Inglaterra. Los protagonistas son un granjero pobre, Ethan Frome -que da título a la novela-, su enfermiza esposa, Zeena, y Mattie Silver, joven prima de esta última, que el matrimonio acoge en su casa. La relación de amor, celos, pasión, desengaño, odio que se establece entre los tres personajes parece presagiar un desenlace duro y previsible. Pero ahí aparece el genio descubridor de esta escritora y su capacidad para revelarnos aspectos desconocidos y deslumbrantes del alma humana. Nos sorprende lo que ocurre; pero sabemos que es cierto. Y la razón tiene que ver con eso que podríamos llamar “verdad literaria”: algo que seguramente el escritor no ha visto o experimentado de esa manera y que su imaginación saca a la luz como verdadero. (“Eso vivo” que, en palabras de Juan Rulfo, “se reconoce y le lleva a uno por caminos desconocidos; una realidad que uno logra creer que sucedió o pudo suceder pero nunca ha sucedido”). Y como tal también lo reconoce el lector. 

Además de escritora inteligente y original (su novela más conocida es La edad de la inocencia, adaptada al cine con el mismo título y dirigida por Martin Scorsese), la norteamericana Edith Wharton (1862-1937) hace de su escritura la indispensable reflexión de un creador (qué escribo, por qué, cómo). Ejemplos de estas consideraciones, son el Prólogo a la edición del año 1922 en esta misma novela, y el libro El vicio de la lectura, pequeña publicación del editor José J. de Olañeta, muy recomendable.

lunes, 10 de febrero de 2014

Necroilógicas - ¿Cómo que ha muerto Félix Grande?

Por Félix Dativo Donate

¿Cómo que se ha muerto Félix Grande? Me entero por el Conde de Abascal, que me hace avisar mediante billete con lacre negro y un criado de luto. Yo no veo la tele, ya apenas escucho la radio, desconecté mi ordenador de internet y apenas si atisbo lo que pasa por la mirilla angosta del móvil. Vivo como un eremita o como un bárbaro, más bien como Tarzán con su agreste familia en la jungla manchega. Decidí enterarme solo de lo que me interesase, y a este paso pronto no me interesará ninguna cosa.

¿Cómo que se ha muerto Félix Grande? Pero si estuvimos con él, hace nada, no hará ni catorce años, nada, reinventando el botellón nocturno por las calles de Priego. Litros de cerveza pillados a deshora en yo no sé qué garito, acaso una discoteca, y el maestro Grande arrancándose por bulerías junto al portal de una tienda, a las tantas de la mañana. Venga bulerías y soleares, ayes y quejíos, y venga cerveza por aquí y por allá. Habíamos ido al curso de poesía que montaba siempre Diego Jesús Jiménez, otro grande de España que se murió también hace unos años, los que llevamos sin pensar ya en ir a Priego y que Martín Muelas me perdone. Fue el año en que conocimos a Manolo Vázquez Montalbán y a Pepe Hierro —allí eran Manolo y Pepe—, otros dos muertos ilustres, aquello era un Walking Dead poético, cuando Pepe Hierro casi se me queda en los brazos. Iba yo detrás de todo el grupo a la salida de no sé dónde, que me había retrasado como suelo hacer; y al maestro Hierro, que ya estaba muy tocado y se bebía la ginebra camuflada en una botella de agua mineral, le viene un ahogo y se va al suelo. Acudo, lo socorro, lo vemos mal. Rápido a buscar un coche, y doy con Carlos Sahagún, a quien me habían presentado la misma mañana. Ojo, qué pléyade en el mismo párrafo. Me dijo luego el Conde de Abascal que había perdido mi ocasión de entrar en la historia de la Literatura, pues Pepe Hierro no murió ese día en mis brazos: se sobrevivió unos meses más. Por fortuna no murió nadie entonces, pero luego han ido cayendo como moscas. Carlos Sahagún, no. A lo mejor se acuerda.

¿Cómo que se ha muerto Félix Grande? Coincidíamos en algunas cosas. Los dos éramos manchegos de corazón, que no de nacimiento; los dos habíamos ganado el premio Felipe Trigo, de Villanueva de la Serena; y los dos nos llamábamos Félix. Bromeamos con eso. Grande solo había uno, desde luego. En su edad respetable, se mostraba gamberro y jovial como un jovenzuelo. Tenía una sonrisa perenne y una broma preparándose tras ella, a punto de escaparse. ¿Cómo que se ha muerto Félix Grande?

Recitó entonces haikus y soleás. Para él la poesía era una, y ya. Poesía popular, poesía culta, poesía extranjera, poesía española: poesía. Decían que era flamencólogo —lo mismo se inventó él esa palabra— y recuerdo que nos habló de palos y soleás . Se vino a la conferencia del curso de Priego con guitarrista y todo, y después de cenar, montó él mismo el botellón. Félix Grande en directo, la guitarra siguiéndole, los discípulos detrás, media Discreta, y venga litros de cerveza hasta que cerraron la discoteca que nos la suministraba, y nosotros cerramos Priego. Fernando Fajardo estaba en su salsa: flamencófilo siempre, legado exultante de La Discreta ante el emperador de Tomelloso. 

¿Cómo que se ha muerto Félix Grande? Era un chaval alto y desgarbado, la espesa cabellera rizada y blanca de estatua romana, o de bluesman. No parecía ni español. Más bien tenía semblante y figura de hispanista extranjero, de guiri recién licenciado y en plena búsqueda etnográfica de raíces españolas. Con esa misma elegancia despistada. Llevaba un foulard al cuello que ya no se llevaba. Un rasgo de indumentaria rebelde —todavía— en sus años de provecta juventud.

¿Cómo que se ha muerto? ¿Cómo que Félix Grande? ¿Se muere y ya está? ¿Así se muere un poeta? ¿Como Manuel del Río, natural, como dijo Hierro? ¿Cuando muere un poeta se mutila el universo? Tomelloso se ha estremecido; pero los ignorantes ni nos enteramos.  Todo se va y todo transcurre, y este mar de viñedos eternos solo atiende a la cíclica bondad de las lluvias, y ni se inmuta siquiera con estos fríos y con estos hielos.

jueves, 6 de febrero de 2014

Pájaros

Los chicos de mi barrio hacíamos expediciones a la vía del tren a buscar esqueletos de pájaros. A lo largo de la vía no era difícil encontrar ejemplares enteros, con todas las piezas perfectamente ensambladas, objetos que no parecían proceder de la descomposición de un cuerpo, sino que habían sido armados con piezas blancas, limpias, impecables, como esas maquetas que se hacen con palillos, y en los que se podía observar la anatomía del vuelo. El campo era muy didáctico.

Sabíamos que los pájaros se acuestan y se levantan como especies y el resto del día se comportan como individuos solitarios. Por la noche cada especie se acostaba en un árbol y armaban una gran algarabía antes de dormirse. Y por la mañana la pajarería de cada especie también se despertaban todos a la vez, como un solo organismo, cada una en un momento diferente. Primero las alondras, las que en Shakespeare oyen los trasnochadores Romeo y Julieta. A los albañiles se les llamaba alondras porque también eran los primeros en levantarse.

En los libros del comisario Carrasco (El sueño de los espejos -La Discreta, 2007- y Alguien envenena a los pájaros –La Discreta, 2011-), Joaquín Rubio Tovar hace observaciones preciosas sobre los pájaros de la ciudad, observaciones inesperadas en una novela policiaca. En la última aventura de Carrasco, el espléndido Viaje a la muerte (que esperamos ver pronto publicado en La Discreta), un Carrasco en estado puro (sentimental, melancólico, humorístico), se señalan tres dormitorios de lavanderas: uno en Cuatro Caminos, al final de Reina Victoria, otro en El Viso, frente al Auditorio, y otro en el paseo del Prado (este lo acabaron abandonando, quizá por el éxito de las exposiciones del museo, que llevaban las bulliciosas colas a sus cercanías). También señala la fuente de la Almendrita, en el Campo del Moro, como bebedero de muchos de los pájaros que viven en el asfalto. Una fuente entre la espesura, a la que bajan muchos pájaros a beber y alguno se da un chapuzón que dura unos segundos (hay una foto de Ramón Gómez de la Serna mirándola). Esas preciosas observaciones, diseminadas en la trama de una novela negra, urbana, como este Viaje a la muerte, resaltan con especial brillo.

Hace poco se descubrió que en el interior de la estatua ecuestre de Felipe III, en la plaza Mayor, hay un cementerio de gorriones.  Cuando acaba el verano y comienzan los primeros fríos, el metal conserva el calor del sol recibido durante el día, de tal modo que al caer la tarde, cuando baja la temperatura, la estatua aún se mantiene cálida durante unas horas. El caballo, hueco por dentro, exhala el aire tibio que contiene. Y los gorriones, que son muy sensibles al frío, lo detectan y entran en la boca del animal de bronce buscando calorcito para pasar la noche. Una vez dentro, no encuentran la salida y acaban muriendo agotados.

lunes, 3 de febrero de 2014

Necroilógicas - Tres grandes poetas

Por José Ramón Fernández de Cano

Últimamente, parece como que se ha puesto de moda morirse, o algo así. O tal vez es que vamos ya para una edad en la que nuestra rutina, como nos avisó Quevedo, consistirá en sentarnos a contemplar "presentes sucesiones de difuntos". Bueno, da igual; el caso es que, como se me dan bien las necrológicas, he decidido mandaros todas las semanas, a guisa de luctuosa recapitulación, algunas de las atingentes a las pérdidas por mí más sentidas.

Luis Aragonés


Tenía esa chulería castiza y genuina de los madrileños de barrio, la majeza auténtica que con resignación cansina sobrellevamos los que hemos nacido en las barriadas, tan alejada de esa chulería graciosilla, cateta e impostada de los arquetipos de Arniches (que, al fin y al cabo, no era sino un cateto levantino en la Corte de todas las Españas). Una tarde de fútbol dominguero, en su última temporada de míster rojiblanco, tuvo que sufrir varias veces la impertinencia de un cuarto árbitro que le instaba con vehemencia (¡a él, en el Manzanares de su mocedad, plenitud y decadencia!) a quedarse recluido en la angosta área destinada a los nerviosos vaivenes del entrenador. Cuando se le inflaron las pelotas, se fue hacia el mediocre trencilla, le miró a los ojos con esa cólera encendida con que exigía que le mirasen a él sus pupilos cuando les estaba cantado las cuarenta, y le espetó con una voz rotunda que se escuchó sin dificultad en buena parte de la grada: “Tú lo que tienes que hacer es quedarte sentadito de una puta vez, que te van a dar de hostias porque estás pisando el glorioso escudo del Atleti”.


José Emilio Pacheco


Lo conocí, hace ya un cuarto de siglo, en los Cursos de Verano de El Escorial, cuando en España apenas se le había leído (yo, al menos, lo ignoraba todo acerca de sus depurados versos y sus lúcidas prosas). Tuve la suerte de charlar durante un largo rato con él, y recuerdo que me dejó tan suspenso y deslumbrado que me fui diciendo para mí, a guisa de espontáneo elogio: “De todos los mejicanos que he conocido, es el que menos se parece a Cantinflas. Ni en el acento, oyes”.


Félix Grande


¡Ya sólo nos queda un Félix Grande (por cierto que también manchego)!