jueves, 26 de diciembre de 2013

El viento en los sauces, de Kenneth Grahame


Hay libros que, aunque los leamos de adultos, realmente los leemos desde la adolescencia. Libros como La isla del tesoro, o El hobbit, o Moonfleet, que, aunque los leamos con cincuenta años, los está leyendo un muchacho.

Y hay libros que nunca podremos leer de niños. Libros dirigidos en teoría a los niños, pero que los niños apenas entienden, o de los que los niños entienden solo una pequeña parte, la cáscara más exterior. Libros que solo puede entender en toda su extensión y en toda su hondura un adulto. Es la falsa literatura infantil. Libros como Peter Pan, o Winnie the Pooh o este maravilloso El viento en los sauces

A uno le gustaría quedarse a vivir en este libro, especialmente en los primeros capítulos, en los que apenas pasa nada. En los que se exalta la naturaleza, la amistad, la compañía, y se nos contagia el infantil gusto por el hogar, y asistimos al cambio de las estaciones y sentimos con melancolía cómo pasa el tiempo.

Un día el Sapo propone a sus amigos hacer un viaje. El Ratón se niega. Pero el Topo está tan entusiasmado que el Ratón acaba cediendo, por amistad. Antes de dormirse, el Topo le dice al Ratón: “Qué gran amigo eres”.

Desde el principio somos testigos de magníficas escenas. Están desayunando en casa del Tejón, cuando llega la Nutria y le pide al Topo que le fría jamón, y este les pasa el encargo a los Erizos, que han trabajado tanto en la cocina desde muy temprano que ya vuelven a tener hambre.

Es imposible que algunos capítulos los entienda un niño. Y si los entiende, dudo mucho que le gusten. El Topo no soporta que le levanten la tierra de su jardín. Todo el tiempo leemos con una sonrisa.
Hay muchos momentos muy altos en este libro. Pero si no estamos atentos, apenas los veremos, porque no se hace ningún énfasis en ellos.

“Para formar un mundo se requieren personas buenas, malas e indiferentes”, dice uno de los personajes. Y de pronto entendemos el grave problema filosófico del mal.

La traducción es de Marià Manent, un gran poeta. (Cuando tradujo a Emily Dickinson, escribió en un poema, a propósito de la muerte de una niña: “Cómo es posible que unos pies con carga tan dichosa a un umbral tan pequeño hayan llegado”, palabras que creo que no están en el original.) Marià Manent consigue que oigamos el viento entre los sauces.

Kenneth Grahame El viento en los sauces (Barcelona: Juventud; traducción de Marià Manent)

lunes, 23 de diciembre de 2013

Acuarelas de Comas Quesada - El Pilar de Santo Domingo

Por José García Caneiro

PILAR DE SANTO DOMINGO
  
Cuando el otoño,
opaco trueno no esperado,
retumba su oro
    en el ambiente,
reposa, en un instante,
el vientre obscuro
de los obscuros barros
henchidos de cristal
                                    de agua.
Santo Domingo es, apenas,
leve prolongación de estío,
humedecido, en vano
    y loco esfuerzo,
por las conversaciones;
y se ahoga, tristemente,
                      en el monótono
murmullo
que aflora de los caños.

jueves, 19 de diciembre de 2013

Los otros clásicos XX - Bartolomé Leonardo de Argensola

Los versos del Bartolomé Leonardo de Argensola, junto con los de su hermano Lupercio, no conocieron edición impresa hasta 1634, cuando, ya muertos ambos poetas, el hijo de este último recopiló en un mismo volumen los poemas de su padre y de su tío. Puede que de esta edición conjunta arranque la confusión que aún no ha permitido aclarar del todo si el soneto más célebre de las Rimas de Lupercio y del doctor Bartolomé Leonardo de Argensola (“Yo os quiero confesar, don Juan, primero”) es obra de nuestro poeta –como parece más probable– o de su hermano mayor; pero, en cualquier caso, Bartolomé es autor de otras piezas maestras de la lírica áurea. Entre ellas, este magnífico soneto, que se entenderá mejor cuando se sepa cómo lo intituló el sobrino y editor del poeta: “A UN CABALLERO Y UNA DAMA QUE SE CRIABAN JUNTOS DESDE NIÑOS Y SIENDO MAYORES DE EDAD PERSEVERABAN EN LA MISMA CONVERSACIÓN”. Don Bartolomé (a veces severo jurista y circunspecto canónigo, y a ratos pícaro jocundo y malicioso), advierte contra los juegos de niños entre quienes ya no son tan niños; y, de paso, describe en el segundo cuarteto los benditos efectos de la pubertad en el pecho femenino, con una de las más bellas definiciones del pezón que jamás se han escrito.

XX.- Bartolomé Leonardo de Argensola (1561-1631).

Firmio, en tu edad ningún peligro hay leve;
porque nos hablas ya con voz oscura
y, aunque dudoso, el bozo a tu blancura
sobre ese labio superior se atreve.

Y en ti, oh Drusila, de sutil relieve
el pecho sus dos bultos apresura,
y en cada cual, sobre la cumbre pura,
vivo forma un rubí su centro breve.

Sienta vuestra amistad leyes mayores:
que siempre Amor, para el primer veneno
busca la inadvertencia más sencilla.

Si astuto el áspid se escondió en lo ameno
de un campo fértil, ¿quién se maravilla
de que pierdan el crédito sus flores?

lunes, 16 de diciembre de 2013

Adolfo M. Martínez

No me resulta fácil escribir sobre el autor de La casa rural (su última novela): primero, porque es un amigo y siempre es complicado escribir con objetividad de un amigo; y segundo, porque Adolfo Martínez es un hombre “multiversal” y no sabe uno desde qué universo empezar a hablar de él. Si a los que le conocen les preguntáramos quién es Adolfo, cada uno diría una cosa diferente, lo que, siendo verdad, no representa todo lo que es Adolfo Martínez: él es la suma de todas esas cosas y algo más. 

Cuando yo lo conocí, creo que tuve la suerte de que se me “revelara” de esta forma múltiple, buena parte de sus facetas al mismo tiempo, y por eso, recordar aquella experiencia me parece la manera más adecuada de hablar de él. 

Fue hace unos quince años, y yo asistía a una de mis primeras reuniones de La Discreta en el café Góngora, en el centro de Madrid. Reunión tumultuosa (como casi todas las discretas reuniones), unas quince personas, más o menos, hablando de literatura, edición de libros, actos..., con un orden del día que no recuerdo pero que no importaba porque siempre era superado por las circunstancias. Lo que sí recuerdo es que a mí me tocó al lado de Adolfo Martínez, quien, entre cerveza y cerveza y punto del orden del día y punto del orden del día, me contaba de su vida. Y empezó diciéndome que en realidad él era un agricultor, un hombre de La Mancha que disfrutaba labrando la tierra en un pequeño pueblo llamado Villaescusa de Haro. Y si esto ya de por sí me resultaba sorprendente, más me resultó cuando añadió que allí, en aquel pequeño pueblo de La Mancha, él vivía en un palacio, en donde, naturalmente, yo sería bienvenido si decidiera visitarlo. Creo que en aquellos momentos yo pensé que Adolfo estaba de coña o que eran los efectos de la cerveza; pero unos meses más tarde, atendiendo a su invitación, pude comprobar que todo era rigurosamente cierto: Adolfo vivía en un verdadero palacio renacentista, construido a finales del siglo XV y primeros del XVI y cuyo primer objetivo fue convertirlo en la primera universidad del centro de la península de aquella época. (Aquel proyecto quedó frustrado con la construcción de la universidad en Alcalá de Henares, pero aquel primer edificio de Villaescusa de Haro continúa en pie hasta el día de hoy.) 

jueves, 12 de diciembre de 2013

Estupor y temblores, de Amélie Nothomb

Esta narración en primera persona (tras la que sospechamos que hay una experiencia real) cuenta la experiencia laboral en una empresa japonesa durante un año de una mujer joven europea. Hay tantos momentos cómicos a lo largo del libro que uno está tentado de pensar que el objetivo de la novela es humorístico. Pero no. Nos reímos por no llorar. El libro es muy amargo.

En su peregrinaje por las diferentes ocupaciones que le van dando a la protagonista dentro la empresa, comenzamos asistiendo a encargos tan absurdos como repetir una carta una y otra vez o repetir una fotocopia miles de veces. La joven se aburre tanto que decide regalar unas cuantas ideas a la empresa. Pero esto, tener iniciativa, es considerado como una traición a la empresa, y la joven se verá castigada con encargos cada vez más degradantes: servir té, ordenar facturas, limpiar los baños… (no sé muy bien por qué pongo puntos suspensivos; creo que no se puede llevar más allá la secuencia descendente).

El choque entre la mentalidad japonesa y la occidental (mentalidad esta que al parecer los japoneses desprecian) lleva a momentos hilarantes (uno de ellos cuando la joven descubre que quien la ha denunciado es la mujer que mejor le cae en toda la empresa). Pero no debemos olvidar algo que señala la narradora: en la sociedad japonesa la mujer está anulada y el índice de suicidios femeninos es muy alto.

La narradora tiene motivos para mostrarse resentida y sin embargo no lo hace. A pesar de todo lo que la maltratan, ella conserva un fondo de cariño y de admiración a los japoneses. Casi diría que si salen malparados es contra la voluntad y la intención de ella. Seguramente soy yo el único responsable de que gente que se tiene por educada y sensible me haya acabado pareciendo grosera e irrespetuosa, de que gente que se cree muy inteligente me haya resultado absolutamente zafia.

Amélie Nothomb Estupor y temblores (Barcelona: Anagrama, 2004)

lunes, 9 de diciembre de 2013

Acuarelas de Comas Quesada - La Plazuela

Por José García Caneiro

LA PLAZUELA
  
Bajo la espesa luz del viejo cielo,

conformada
por el soplo cálido del viento
y los cúmulos nacidos
                                    del verano,
hierática y helénica,
desnuda, primaveral,
                                   la alegoría
se asombra ante el tupido
embozo de las núbiles mantillas.
La Plazuela,
sabiendo del agobio,
quiere sorber algún helado,
amasado con el frío de las almas,
                                               o hundirse
en la frescura imaginada
que expende aquel carrito,
al tiempo que se pierde,
quedamente, entre la tibia
penumbra de los árboles.


jueves, 5 de diciembre de 2013

Los otros clásicos XIX- Juan de Almeida

A raíz del arribo a “LOS OTROS CLÁSICOS” de Francisco de la Torre (vid. entrada XVII), quise acordarme de don Juan de Almeida (o Almeyda), otro poeta vinculado a Salamanca y señalado, en su día, como el posible autor de los versos atribuidos al enigmático vate editado por Quevedo. Cursó Teología con tal aprovechamiento que, con tan sólo veinticinco años, ya era Rector en la prestigiosa universidad salmanticense, donde trabó amistad con otros sabios de la talla de El Brocense, Arias Montano y fray Luis de León; con todos ellos y con otros poetas de la ciudad celebró, en su casa, numerosas tertulias que le consagraron, a pesar de su breve existencia, como uno de los grandes “animadores culturales” de su tiempo. De él recordaba, tan vaga como gratamente, algunos sonetos suyos que leí en mi mocedad y que, pese a la excesiva inclinación de Almeida a las rimas pobres, me habían gustado mucho por su elegante sobriedad, su dulce armonía y sus depurados conceptos. Me vino a la cabeza, claro, el famoso “–¿A quién buscas, Amor? –Busco a Marfida”, uno de los poemas dialogados más célebres del Siglo de Oro; pero como Almeida aún tiene pleiteada la autoría de este soneto con Jorge de Montemayor, copio este otro, cuyo decimotercio endecasílabo se me antoja maravilloso.

XIX.- Juan de Almeida (1542-1572)

A la sombra de un mirto estaba un día
el Niño Ciego, de mirar cansado;
dejó las armas en un verde prado
y al sueño entre las flores se rendía.

Llegó Sirena y, viendo que dormía,
el arco con las flechas le ha hurtado,
y déjale al mozuelo desarmado
y a paso con el hurto se volvía.

El dios Amor, que recordando vido
el hurto de Sirena, vas tras ella
llorando que le dé sus pasadores.

Y ella con uno de ellos le ha herido
y así se muere Amor de amores de ella…
¡Ay, Dios! ¿Qué harán los tristes amadores?

lunes, 2 de diciembre de 2013

Autosemejanza

En un libro científico leo que entre los físicos hay un término que denominan autosemejanza y que expresa la propiedad según la cual ciertas partes de la realidad física se parecen a otras partes de esa misma realidad. 

Y que esa semejanza no se refiere solo a cosas concretas –como la imagen en un planetario se parece al cielo nocturno; las características de estrellas, planetas y galaxias a las de los elementos químicos que se comparten en todo el universo conocido, etc.–; sino a la abstracción: por ejemplo la que representan los símbolos matemáticos de las ecuaciones de la relatividad de Einstein. Como descripción de la curvatura del espacio y del tiempo, semejan la realidad de la que formamos parte. 

Las palabras también son símbolos y tienen un significado. Y en el mismo sentido que las ecuaciones, me digo que por qué un buen poema o una buena novela de ficción no van a ser parte de esa autosemejanza. ¿Acaso no expresan profundas verdades del mundo en el que vivimos?

En este aspecto, tengo para mí que la bondad de una poesía o de una novela tiene que ver con el grado de autosemejanza que posean. Y que cuando se profundice en la explicación de eso aún tan elusivo que se llama la belleza en el arte, lo mismo encontraremos en su fundamento.