jueves, 28 de noviembre de 2013

Cortázar y los libros, de Jesús Marchamalo

Este libro nos permite visitar a Cortázar para curiosear en su biblioteca. Qué libros tenía, cuáles no tenía, cuáles estaban dedicados, cuáles anotados.

A su muerte, sus 4.000 libros fueron donados a la Fundación Juan March. Allí los revisó Jesús Marchamalo, que tiene unos libros de biografías jíbaras de escritores españoles y extranjeros que se leen como se comen las pipas. Cuando te quieres dar cuenta se te ha acabado la bolsa y todavía no estás saciado.

Aquí nos enteramos de que Cortázar no tenía ni un Delibes, ni un Aldecoa, ni un Cela, ni un Benet, ni un Baroja, ni un Galdós… Tenía algunos Valle-Inclán, en los que hizo anotaciones desdeñosas. No parecía gustarle, o interesarle, la literatura española. Le interesaban los hispanoamericanos, los franceses y los ingleses, sobre todo.

Tiene libros dedicados de casi todos los autores del Boom, de quienes además fue amigo: García Márquez, Vargas Llosa, Lezama Lima, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Neruda, Alejandra Pizarnik… Tiene libros de Borges (recordemos que Borges fue uno de sus primeros editores), pero ni están dedicados ni señalados ni anotados.

Tampoco tiene libros de Camus, ni de Simone de Beauvoir, ni de la Duras, que también vivían en París, y con los que coincidiría a veces.

También tiene libros dedicados por sus autores a amigos suyos (de José Agustín Goytisolo a García Márquez, por ejemplo), o con el nombre de su dueño (Vargas Llosa, Alejandra Pizarnik). Es decir, libros que le dejaron y se los quedó (no nos imaginamos a Cortázar quitándoselos, directamente).
Cortázar empezó a escribir muy pronto, siendo niño, con nueve años, escritos tan maduros que su familia creía que los copiaba de algún sitio.

Tenía muchos libros de vampiros. Él mismo tenía fama un poco de vampiro, porque el ajo le sentaba mal y le daba jaquecas y siempre preguntaba en los restaurantes si el plato que iba a pedir tenía algo de ajo, por poco que fuera.

En un viaje que hizo por Italia con su primera mujer, Aurora Bernárdez, compraban libros en las estaciones de tren para leer en cada trayecto. Cortázar leía una hoja, la arrancaba y se la pasaba a Aurora Bernárdez, y cuando esta la leía la tiraba por la ventanilla. No querían cargar con peso. Esto quiere decir que en su biblioteca no están, ni mucho menos, todos los libros que había leído. Seguramente faltaban muchos de sus libros preferidos.

Tenía tres libros de Salinger, pero estaban sin abrir.

Jesús Marchamalo Cortázar y los libros (Madrid: Fórcola, 2011)

lunes, 25 de noviembre de 2013

Acuarelas de Comas Quesada - Fuente del Espíritu Santo

Por José García Caneiro

FUENTE DEL ESPÍRITU SANTO
 El hierro ennegrecido de la verja
apenas si protege,
a duras penas,
el llanto en carne de cal viva
con que el turbión
cubrió a las cuatro damas.
El calmado aguaviento
se viste hoy de susurro,
        alegre y decidor
de coplas ya pasadas,
rebota en la fontana
y trepa hasta el cimborrio,
temeroso, tal vez,
        de que su canto
se pierda en el espacio,
sin una flor o un niño
que abrace su destino.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Los otros clásicos XVIII - Martín de Lizana

Si bien Martín de Lizana no era un poeta del todo desconocido a principios del siglo XX (el gran hispanista francés Foulché-Delbosc había publicado algunos sonetos suyos en su valioso artículo “237 sonnets”, de 1908), tuvo que pasar casi un siglo hasta que su editora moderna, María Luisa Cerrón Puga, lo rescatara de esas negras aguas del olvido en las que jamás debió haber quedado sumergido. Petrarquista modélico, imitó con singular inspiración algunos de los más célebres sonetos del genio de Arezzo, hasta el extremo de que sus personalísimas versiones en lengua castellana pueden competir en calidad y hondura con los poemas originales. A pesar de esta acreditada maestría, quedan pocas noticias de su vida y obra: es posible que naciera en Medina del Campo, y que fuera el mismo Martín López de Lezana que, elogiado por el erudito Argote de Molina, ejerció de faraute (“heraldo o mensajero de confianza”) del duque de Medina Sidonia. Apenas han llegado hasta nosotros un puñado de redondillas de Martín de Lizana, junto con una excelente sextina provenzal y catorce sonetos; y estos últimos tan bellos y tan bien rematados, que, a pesar de su reducido número, me ha costado mucho seleccionar éste, pues todos son dignos de figurar en “LOS OTROS CLÁSICOS”.

XVIII.- Martín de Lizana (ca. 1535-ca. 1598)

Sueltos son ya los lazos, y rompida
la cadena de amor que al cuello tuve;
abierta es la prisión do un tiempo estuve:
la voluntad es libre, antes rendida.

La llama del amor ya es consumida,
y olvidados los pasos por do anduve;
quebradas son las flechas que detuve
en el pecho, do hicieron honda herida.

Trocádose ha mi suerte, y yo he cobrado
mi triste corazón envuelto en males,
del grave sentimiento hecho pedazos;

y aunque quedan del daño las señales,
todo es deshecho al fin, todo acabado
flechas, llamas, prisión, cadena y lazos.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Operación Proteo, de James P. Hogan

Entre los autores de ciencia ficción contemporáneos hay dos que son mis preferidos: Philip K.  Dick –conocido sobre todo a raíz de la película Blade Runner, adaptación de su novela Sueñan los androides con ovejas eléctricas– y James P. Hogan. Este último (ingeniero londinense que murió hace un par de años), menos conocido, dejó un montón de buenas novelas y relatos, entre las que destaco Herederos de las estrellas (que reseñaré en algún momento) y esta Operación Proteo, que comento a continuación. 

Si tuviera que hacer una distinción entre los dos escritores, diría que las novelas de Philip K. Dick tienen una mayor carga “poética”: imágenes, pasión, sentimientos; mientras que las de James P. Hogan destacan por su fundamento científico. Y es que en todas sus narraciones Hogan sabe de lo que habla, como en esta Operación Proteo (escrita en 1985, lo que señalo porque en esa época la teoría cuántica del tiempo, base de la novela, era cosa de unos pocos iniciados).

Imaginen un mundo en que el resultado de la última confrontación mundial no hubiera sido el que conocemos. En 1942, Hitler habría conseguido la bomba de fusión, arma detrás de la que estaba, y la habría utilizado contra Rusia. Como consecuencia, en 1975 el mundo estaba dominado por la ideología totalitaria y nazi, y eran pocos los lugares que, como focos de resistencia, aún se le oponían. 

(Este escenario, que podría considerarse una gratuita imaginación, es, según la teoría cuántica del tiempo, una realidad: como circunstancia posible y que no contradice las leyes de la física, es otro de los tantos mundos que coexiste con el nuestro.)

Ese es el contexto en el que se desarrolla la novela. Un grupo de militares y científicos americanos viaja en el tiempo, hasta la Inglaterra del año 1939, y solicita una entrevista con Winston Churchill y su equipo de asesores. Su objetivo es cambiar los acontecimientos históricos que dieron lugar al mundo del que proceden. Pero no se dan cuenta –o al menos pocos de ellos son conscientes– de que lo que en realidad están haciendo es abrir una nueva rama en la multiplicidad de universos en que cualquier circunstancia pasada se ramifica. Se embarcan en un nuevo futuro. 

Además de la emocionante e intrincada trama –los alemanes del futuro también habrían descubierto el viaje al pasado, y la bomba de fusión de Hitler en 1942 es una de las consecuencias de ese conocimiento del futuro–, lo que más me gusta de la novela es la manera poco forzada en que Hogan nos explica la teoría cuántica de los muchos mundos. Lo hace a través de la inevitable discusión que se entabla entre los físicos que vienen del futuro y los de aquel presente (1939), entre los que están Fermi, Leo Szilard y el propio Einstein.

En un momento del encuentro, cuando los físicos del futuro niegan el llamado colapso de la función de onda de un suceso cuántico, Leo Szilard dice:

 “Pero si la función de onda no colapsa en una de sus posibles resultados, tendremos que quedarnos con todos ellos”, dijo despacio. “Nos obligaría a postular la realidad de todos ellos”. “¿Me está usted diciendo de que si hay un número de posibles resultados de un acontecimiento, no es cierto que la Naturaleza elija a uno de manera arbitraria, al azar?” 
Luego Einstein comenzó a afirmar con su cabeza vigorosamente. “Sí, por qué no”, dijo. “El mundo real podría ser mucho más vasto de que lo que nunca hubiéramos imaginado: una gigantesca superposición de increíble complejidad, en la cual cada interacción genera su propio conjunto de salidas ramificadas. Y puesto que formalmente no hay una rama que sea más real que la otra, ¿por qué no habrían de ser igualmente reales?”

Imagino aquel Einstein suspirando aliviado al comprobar, con esta teoría cuántica del tiempo, cómo se desvanecía aquella angustia que tanto le atormentó de un Dios jugando a los dados con su universo. 

jueves, 14 de noviembre de 2013

La desaparición de Majorana y Actas relativas a la muerte de Raymond Roussel, de Leonardo Sciascia

A Sciascia le debían de encantar los misterios históricos, como a casi todo el mundo. Varios de los libros en los que trata de aclarar oscuros episodios del pasado (con inquisidores, con brujas, con capitanes) se leen como novelas policiacas. Pero, para mí, frustrantes novelas policiacas.

En La desaparición de Majorana, cuenta cómo desapareció en 1938 el físico Ettore Majorana, la gran promesa de la ciencia italiana, el nuevo Fermi, sin dejar rastro. La explicación oficial es que se arrojó al mar, se suicidó. Pero Sciascia se opone. Plantea una hipótesis alternativa: pudo ser asesinado por agentes extranjeros, debido a sus conocimientos sobre energía atómica. También se hace eco de una especie de leyenda que circulaba y que decía que se había retirado a un convento. Para mi gusto Sciascia cuenta todo sin demasiados argumentos, sin gran poder de convicción. Al final te sientes frustrado, porque no has llegado a ningún sitio. No te aclara nada.

En las Actas relativas a la muerte de Raymond Roussel, investigó la muerte de este escritor que tanto gustaba a los surrealistas (a Dalí le encantaban sus Impresiones de la Alta Mongolia) en un hotel de Palermo. Y otra vez Sciascia se muestra confuso. Se empeña en demostrar que Roussel no se suicidó. Pero en las actas oficiales que él mismo reproduce no se dice que se suicidara (unos días antes sí había intentado suicidarse cortándose las venas). Dice que no se suicidó porque esa noche bajó el colchón de la cama al suelo, pues temía caerse. Si se quería suicidar no habría tenido miedo de caerse de la cama. Bien, es verdad. Pero si no se suicidó, fue un accidente: se tomó muchas pastillas (en el diario que llevaba la mujer que vivía con él se ve que tomaba muchísimas pastillas) y le sentaron mal. Y entre que se suicidase y que muriese accidentalmente, qué diferencia hay. Qué cambia. Quizá haya diferencia para la familia, a la hora de cobrar seguros y esas cosas. Pero a nosotros nos da un poco igual. Lo importante, más que el que se suicidase o se pasase con los fármacos, es que no lo mataron. Si no lo mataron, suicidio o accidente para mí es un matiz sin demasiada importancia. Sciascia no sostiene que lo mataran, pero dirige hacia la mujer que vivía con él ciertas sospechas, pues dice que miente, que ella ya sabía que él estaba muerto cuando lo encontraron los empleados del hotel. Y si miente, pero ella no le ha matado ni obtiene ningún beneficio de su muerte, ¿qué importa que mienta? No sé. Es remover el aire.

Creo que el empeño de Sciascia en negar estos suicidios arroja luz, más que sobre los propios casos, sobre sí mismo. Un hermano de Sciascia (el pequeño) se suicidó muy joven. Quizá negando otros suicidios Sciascia negaba el suicidio de su hermano y en cierta forma lo devolvía al mundo en el que debería haber seguido estando vivo.


Leonardo Sciascia La desaparición de Majorana (Barcelona: Tusquets, 2011) y Actas relativas a la muerte de Raymond Roussel (Madrid: Gallo Nero, 2010)

martes, 12 de noviembre de 2013

Los otros clásicos XVII - Francisco de la Torre

El gran enigma de la poesía áurea sigue siendo Francisco de la Torre, de cuya peripecia vital se ignoran tantos datos que hay, incluso, quienes creen firmemente que nunca existió, y que tanto él como su deslumbrante corpus poético fueron una ingeniosa y malévola invención de Francisco de Quevedo. Algunos lo hacen madrileño y ubican su nacimiento en Torrelaguna, hacia 1534; y otros, amparándose en un documento que le denomina “vecino de Salamanca”, creen que fue natural de la ciudad del Tormes, en la que podría haber fallecido hacia 1594. Lo único probado es que, en 1631, Quevedo editó un manuscrito de un tal “Francisco de la Torre” –recuérdese el nombre propio del editor, y que era señor de la Torre de Juan Abad– que, según él, le había vendido un librero casi con desprecio; y que, una vez leídos los poemas que contenía, quedó deslumbrado por aquella notable muestra de la auténtica poesía castellana, frente a la oscuridad latinizante de los culteranos. Sorprende, desde luego, el celo editor de Quevedo, que aquel mismo año editó también la poesía de fray Luis de León, mientras se desentendía de su propia obra lírica… En fin: en medio de tantas dudas sobre De la Torre, nos cabe al menos la certeza de que su amada era bellísima y él (real o no) un consumado poeta.

XVII.- Francisco de la Torre (s. XVI)

Bella es mi Ninfa, si los lazos de oro
al apacible viento desordena;
bella, si de sus ojos enajena
el altivo desdén que siempre lloro.

Bella, si con la luz que sola adoro
la tempestad del viento y mar serena;
bella, si a la dureza de mi pena
vuelve las gracias del celeste coro.

Bella si mansa, bella si terrible;
bella si cruda, bella esquiva, y bella
si vuelve grave aquella luz del cielo.

Cuya beldad humana y apacible
ni se puede saber lo que es sin vella,
ni, vista, entenderá lo que es el suelo.

viernes, 8 de noviembre de 2013

Un libro de James Stephens

James Stephens (1882-1950) es otro de los escritores irlandeses poco conocido pero de enorme talento. Contemporáneo de Flann O´Brien y de James Joyce, comparte con el primero el humor, la fantasía y el deseo de recuperar los principales mitos y fábulas de la tradición irlandesa; al segundo profesó verdadera devoción, simpatía que –salvo algunos desencuentros– parece fue mutua y que llevó al autor de Finnegans Wake a declarar que en el caso de que la muerte le impidiera acabar la obra, la única persona que podría hacerlo sería James Stephens.

Sus obras más conocidas en nuestro país son La olla de oro (Ed. Siruela, 1993) y La mujer de la limpieza (Ed. El Viento, 2012); pero tiene otras estupendas obras aún no traducidas (que yo sepa) y entre las que destaco: Irish fairy tales, un delicioso conjunto de relatos de hadas, y Here are ladies, otro libro de relatos que tiene como motivo principal el conflicto entre los sexos. 

Para dar una idea de la ironía, sagacidad y buen arte de este escritor, comento brevemente un relato de este último libro en que se trata de los mundos tan diferentes del hombre y la mujer, confrontados en la institución del matrimonio. 

El protagonista es un hombre tranquilo, esencialmente silencioso y a quien la proximidad del matrimonio le hace afrontar algo que antes no se había planteado: la conversación con una mujer toda la vida. 

Al tiempo que se acercaba el día de la boda le crecía el miedo a la prolongada conversación que se extendería desde ese día, hasta su muerte, y, cada vez más, le creció la duda de poder lidiar o ser capaz de resistir a ese extraordinario debate que se llamaba matrimonio. 
Con hombres, decía, uno puede hablar o estar en silencio, según se prefiera, pues entre ellos hay un común entendimiento que convierte el silencio en un interludio fructífero durante el cual un pensamiento puede mantenerse al abrigo, cálido: ¡pero con una mujer!

martes, 5 de noviembre de 2013

Lo que ha llovido, de Enrique García-Máiquez

Son anotaciones seleccionadas de su blog. Reflexiones y sucedidos diarios. (Para quien no lo conozca, digamos que García-Máiquez es básicamente poeta, un magnífico poeta.)

García-Máiquez es católico y ni lo oculta ni se avergüenza. Lo digo porque esto tiene su mérito, en una época en la que ser católico y escritor no está muy de moda que digamos. Tampoco es un meapilas ni un ñoño, como tendemos a pensar los no creyentes que son la mayoría de los católicos. Es un poco como el Miguel D’Ors (mi muy admirado Miguel D’Ors) de Virutas de taller, pero quizá mejor humorado, más feliz, más joven. Un poco a la manera de Chesterton. El tono de las anotaciones es de comedia ligera, con unas gotas de melancolía.

Cuando mi mujer dice “Ay, madre mía” –dice en una de las anotaciones-, yo escucho “Ay, mi suegra”.

En otra cuenta que dos mujeres pequeñas van a ver una procesión y una le dice a la otra:

-Vamos a otro sitio. Aquí no se ve nada.
-¿No ves la Custodia? Mira.
-La Custodia, sí.
-Ea, pues lo demás es gente.

Y un día que está en casa de sus padres y cae una tormenta enorme, una chica peruana que trabaja en la casa le dice a otra española, suspirando:

-Así llueve en la selva.

Es el diario de un hombre feliz, espectáculo tan poco frecuente que no sé si hay más ejemplos. Inteligente, culto, moderno (aunque a la vez un poco antimoderno, o bastante), ha compuesto un libro que por cualquier sitio que se abra es grato.

(A veces intercala haikus, muy buenos haikus.)


Enrique García-Máiquez Lo que ha llovido (Sevilla: Númenor, 2009)

viernes, 1 de noviembre de 2013

Los otros clásicos XVI- Leonor de la Cueva y Silva

Decir “mujer”, “poesía” y “Siglo de Oro” es traer a la mente, de inmediato, la figura colosal de Sor Juana Inés de la Cruz. Pero la monja novohispana no tiene cabida entre “LOS OTROS CLÁSICOS”, porque es poeta mayor, y consagrada, y todavía hoy archileída, glosada, reeditada y celebrada a ambas orillas del Atlántico. Hubo, empero, otras autoras destacadas que hicieron gala igualmente de una inspirada creatividad, como esta doña Leonor de la Cueva y Silva (citada a veces como Leonor de la Rúa y Silva), de cuya longeva existencia apenas nos han llegado unos pocos datos, y estos no siempre fiables. Natural de Medina del Campo, cantó al amor humano con amplio recorrido por toda la casuística amatoria (los celos, el desdén, la mudanza, el abandono…), lo que no era demasiado frecuente entre las poetas de su tiempo, pues en su mayoría fueron religiosas y se centraron, principalmente, en el amor divino y otros asuntos propios de la poesía sacra. Intuyo que este soneto refleja a la perfección las turbulencias por las que atraviesa el alma femenina cuando pisa ese suelo movedizo en el que ni ama ni deja de amar, ni quiere amar ni dejar de ser amada. No sé: vosotras diréis; el soneto, en cualquier caso, es espléndido.

XVI.- Leonor de la Cueva y Silva (1611-1705)

Ni sé si muero ni si tengo vida;
ni estoy en mí, ni fuera puedo hallarme;
ni en tanto olvido cuido de buscarme,
que estoy de pena y de dolor vestida.

Dame pesar el verme aborrecida,
y, si me quieren, doy en disgustarme;
ninguna cosa puede contentarme:
todo me enfada y deja desabrida.

Ni aborrezco, ni quiero, ni desamo;
ni desamo, ni quiero, ni aborrezco,
ni vivo confïada ni celosa;

lo que desprecio a un tiempo adoro y amo;
¡vario portento en condición parezco,
pues que me cansa toda humana cosa!