martes, 29 de octubre de 2013

El tiempo en la ficción

En otro lugar ya dije que una contradicción a que me llevó la publicación de una novela fue debida al amable comentario de un lector: “Me gustó mucho tu novela. Me la leí de seguido, en un par de días”.  Lo que me trajo a la memoria otros comentarios que tienen como común denominador el tiempo en la ficción: “Leyendo, se me pasó el tiempo volando”; “Uno de esos libros que uno siente que se acaben”; “Se me agotó la paciencia esperando que ocurriera algo interesante”, etc.

En el caso de aquel comentario sobre mi novela que el lector leyó en dos días, pensé que había algo que no cuadraba: ¡a mí me había llevado cinco años en escribirla! ¿A qué se debe ese desequilibrio entre los tiempos del escritor y del lector que, desde luego, no se limita a mi novela, sino, me atrevería decir, a cualquier literatura?

Un día que leía los avances en la realidad virtual (gracias al tremendo e imparable desarrollo de la velocidad de procesamiento de los ordenadores) se me ocurrió una idea que aclaraba la contradicción y “solucionaba” ese desequilibrio entre el creador y el lector. Para entenderla hay que tener en cuenta que la duración subjetiva de una experiencia en realidad virtual no está determinada por el tiempo real transcurrido, sino por la cantidad de procesos (cálculos) realizados en ese tiempo. 

Nuestra mente es en realidad un ordenador cuya velocidad de procesamiento (número de cálculos por unidad de tiempo) es enorme –aún, tengo entendido, superior a la de cualquier ordenador actual– y por tanto generadora de realidad virtual. En realidad, eso es lo que hacemos cuando leemos: reproducir en nuestra mente una realidad sugerida por el libro. Y el creador, cuando escribe, lo que hace es generar un especial programa para el ordenador de nuestra mente, en un especial código. (Otros códigos son la pintura, la música, las ecuaciones matemáticas...) Si el programa es bueno, la cantidad de procesos (sentimientos, pensamientos, reconstrucciones de la realidad, abstracciones) que puede inducir en la mente lectora es proporcionalmente enorme. 

Por eso, aunque la lectura de una novela lleve dos días –o un poema tan solo unos minutos– de tiempo real, el tiempo virtual recreado (vivido, experimentado por el lector) lo puede superar incomparablemente.

viernes, 25 de octubre de 2013

Campos de Níjar, de Juan Goytisolo

Juan Goytisolo Campos de Níjar (Barcelona: Seix Barral; la primera edición es de 1959)

Cuando tenía el viaje a Almería aún reciente, leí este mítico librito de viajes, magnífico libro de viajes, en el que por cierto el narrador no se autodenomina –y yo lo agradezco- “el viajero”, moda que impuso Cela y que aún muchos siguen empleando, de manera irritante. El narrador de Goytisolo es un yo nada enfático ni engolado.

El paisaje físico que describe no tiene mucho que ver con el actual. Carboneras, por ejemplo, en el libro es un poblacho maldito que la gente no se atreve a nombrar para no atraer la mala suerte, y hoy es un pueblo enorme, bastante más próspero que la mayoría de los de los alrededores, con mucho turismo, una central térmica, etc. Supongo que el paisaje humano también ha cambiado mucho. No se ven las escenas de pobreza y miseria que encontró Goytisolo.

(Una cosa que me llamó la atención en el viaje es la nula presencia, o recuerdo, que tiene este libro en la zona: no hay una ruta de Campos de Níjar, por ejemplo, algo que habrían hecho en otros sitios. No hay placas. Lo más que vi fue un instituto llamado Juan Goytisolo, en Carboneras. Ni siquiera encuentras el libro en los kioscos –no vi una sola librería-, kioscos en los que hay poquísimos libros. Es el lugar de veraneo en el que he visto menos puestos de periódicos.)

Un libro de viajes es sobre todo un libro de encuentros y aquí los hay memorables: ese viejo que vende higos y que tiene a la mujer enferma y que le acepta a Goytisolo un billete a condición de que sea limosna, no pago por unos higos que no quiere que le paguen, que quiere regalar, o ese don Ambrosio, el terrateniente, que es tan bueno con los niños y educado y que sin embargo se nos hace tan antipático, incluso odioso, el Sanlúcar, el viejo viudo, el de la fonda de cabo de Gata, el muerto de Las Negras... El propio narrador es un gran personaje, que nos acaba ganando, cuando se conmueve con estas gentes que nunca han dado conquistadores, ni grandes navegantes o comerciantes, y de las que hace un hermoso canto (“las fosas comunes del mundo entero contienen sin duda un buen porcentaje de almerienses”).

“La angustia”, dice Goytisolo hacia el final, “es mal pasajero, hay un orden secreto que rige las cosas y el mundo pertenece y pertenecerá siempre a los optimistas.” Y yo suscribo esa frase en cada una de sus palabras.

martes, 22 de octubre de 2013

La casa rural, de Adolfo M. Martínez

 Por Javier Guzmán

En un confín de las tierras sin mácula de la España más honda donde (a pesar de, o por haber pocas) cada cosa parece estar en su sitio de un modo sustantivo o eterno, vive desde tiempo inmemorial un beatusile (muy posiblemente huido de las asechanzas de la corte do al más astuto nacen canas), estudioso de lenguas de gato, experto en duelos y quebrantos, ladrón de suspiros de monjas, capador de ditirambos, violador de metáforas y morador en añosa heredad de noble sillería, devenida por las impertinencias de una fortuna rencorosa en hospedaje singular.

 El señor y maestro, rector y habitante unidimensional tenía ensayado un protocolo por si alguna noche de invierno llegaba un pasajero, que llegó una tarde gloriosa de primavera de libro. Luego del trasiego por dependencias, alcobas y un sinfín de grandezas otoñales (vasijas de ordeño donde se crían lagartijas escurridizas a la contra, celosías transfiguradas en troneras luminosas, ménsulas de barroco primitivo aparejadas como patas de cama adoselada, columnas salomónicas construidas girando ladrillos sobre su eje), el señor huésped contrató la habitación por seis meses y pagó por adelantado. El dueño, de genoma (neologismo por antigua prosapia) impertérrito a las veleidades del destino, requiere a qué fin tanta confianza en el futuro.
 La respuesta fue rotunda.

 -He venido aquí a suicidarme.

 -Oiga, esto por aquí se hace en un olivar.

 Si cuento esto de entrada es con la intención nada oculta de meterme, a mi manera, en el mundo de La casa rural, la deliciosa novela de Adolfo M. Martínez, cuya lectura me ha hecho crujir las cuadernas hasta empujarme a dar gracias a la vida, porque siempre se aprende cuando uno se sorprende y pocas cosas son más de celebrar que la lectura pausada de una prosa diáfana, transparente, utilizada con mesura y desparpajo, desprovista de resabios, para contarnos una historia de delicada ficción (de ficción son todas las historias literarias, pero no todas son delicadas), contada así, con las manos, sin aspavientos, divertida y eterna, donde todo ocurre, muchas veces, con pasmosa naturalidad. Al principio pensé hacer una crítica (palabra tajada con aceros), empeño de inmediato desdeñado. Esta, me dije, me la voy a festejar.

 La casa rural me llega en sobre de la continuamente renovada despensa de Ediciones La Discreta, extraña editorial que aún te permite mantener la fe en los sociales atributos esenciales de la imprenta recién inventada.

 Como es muy habitual, el libro abre con una cita que es una autocita, algo para nada habitual, exaltación de las virtuosas profesionales del sexo, esas mujeres que, citando a Jardiel Poncela, hacen bien por dinero lo que la mayoría hace mal por amor.

 (Inciso: no voy a citar nunca más las fuentes de mis intercalados intertextos. Apócrifos o no, los mantendré perniciosamente ocultos, solo para enterados, interesados o listillos.) 

 Luego de la autocita, una dedicatoria:

 A las chicas del burdel y a las volgivagas que hacen la calle.

 Vamos, dedicada a todas las mujeres que ejercen la profesión del desahogue masculino (a más putas entregadas, menos psiquiatras entrometidos) en su aplicación más fieramente humana, y no a las empresariales de las sacrílegas casas de tapadillo, (más propias de militares, concejales y arciprestes), ni a las diletantes del papel couché, asiduas boqueronas en los programas del corazón casposo de todas las televisiones de nuestro mierdoso país, esas que cobran mucho más y lo hacen mucho peor por ejercer de entretenidas de, disfrazadas de, acompañantes ocasionales de, último amor de o ex de (como terminan todas).


A ver si no me disperso. El término volgivaga, pese a entenderlo perfectamente, me lanzó al diccionario. Es término romano, utilizado por Ovidio y por Virgilio (toma ya), significa vulgar, común y popular (o sea, como nuestro gobierno) y engloba a quienes ofrecen amor tornadizo y plebeyo, digamos por así decir amor de pueblo y al descampado, no en vano habitamos una muy noble casa rural.

 Pordiós, si sigo así no es que no vaya a terminar nunca, es que ni tan siquiera voy a empezar. Vamos pues.

viernes, 18 de octubre de 2013

Los otros clásicos XV - Francisco de Aldana

¡Loor y gloria al capitán Aldana, otro de los poetas menores ya bastante “mayorcitos”! La crítica le ha reconocido siempre un magisterio que, por mil vicisitudes que se escapan a los estrechos límites de estos comentarios, nunca ha llegado a calar entre los lectores. Se le recuerda, principalmente, por su lírica amorosa de matizada impronta erótica, en la que alcanzó cotas supremas, como queda patente en su soneto más reproducido (“¿Cuál es la causa, mi Damón, que estando / en la lucha de amor juntos, trabados…”); pero Aldana cultivó también las venas religiosa, metafísica y narrativa, y en todas ellas dejó auténticas obras maestras. Yo creo, empero, que este soneto es, sin duda, su poema más hermoso: Aldana, fatigado por su agitada vida de soldado (nacido en Nápoles, participó en numerosas batallas y fue puesto por el rey Felipe II a disposición de su sobrino, el rey don Sebastián de Portugal, quien lo arrastró a la muerte en Marruecos, en la tan caballeresca como estúpida batalla de Alcazarquivir), imagina la vida eterna no como una absurda contemplación extasiada del rostro de Dios, sino como la independencia que adquiere el alma, ya despojada de las servidumbres corporales, para gozar, libremente, de la amena compañía y la conversación de los amigos.

XV.- Francisco de Aldana (1537-1578).

El ímpetu crüel de mi destino,
¡cómo me arroja miserablemente
de tierra en tierra, de una en otro gente,
cerrando a mi quietud siempre el camino!

¡Oh, si tras tanto mal, grave y contino,
roto su velo mísero y doliente,
el alma, con un vuelo diligente,
volviese a la región de donde vino!:

iríame por el cielo en compañía
del alma de algún caro y dulce amigo,
con quien hice común acá mi suerte;

¡oh, qué montón de cosas le diría,
cuáles y cuántas, sin temer castigo
de fortuna, de amor, de tiempo y muerte!

martes, 15 de octubre de 2013

Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer

Ya hace unos meses habíamos comentado en este mismo blog otro escrito de David Foster Wallace, escritor norteamericano (1962-2008), que, en mi opinión, destaca en el panorama literario de las últimas décadas. No sólo por su originalidad, humor y análisis de la vida contemporánea; sino por su rara habilidad para mezclar géneros, de tal suerte, que lo que empiezas leyendo como un reportaje se convierte en una narración deliciosa y crítica –véase el que comentamos en esta entrada–, un sesudo ensayo de tintes filosóficos y científicos–como Todo y más (Ed. RBA, 2013)–en una interesante y hermosa historia que tiene como protagonista el infinito, y una novela  –El rey pálido (Mondadori, 2011)– en una reflexión sobre el mundo de la administración de hacienda y sus habitantes. Leyendo a D. F. Wallace no puede uno dejar de preguntarse qué sentido tienen las etiquetas de los géneros en el universo de la buena literatura. 

Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer es un reportaje que el autor escribió por encargo de la revista Harper´s en los años 90, y que forma parte de un libro homónimo con otros ensayos y comentarios. Para realizarlo, Wallace se embarcó en un crucero de lujo de siete noches por el Caribe y nos describe con todo detalle su experiencia, desde que embarca en el sur de Florida, hasta su vuelta una semana más tarde. 

Y lo primero que llama la atención del viajero es el esmero y dedicación que toda la tripulación –desde el capitán hasta el último hombre del mantenimiento– dedica al bienestar del pasajero y al cuidado del entorno de la nave. Un batallón de hombres y mujeres –la mayoría del Tercer Mundo y en una proporción de 1,2 por cada 2 expedicionarios– se aplica a este objetivo: brigadas enteras dedicadas a sacar brillo a las superficies, limpiar los suelos, aspirar las moquetas, repasar las barandillas y eliminar los inicios del óxido; maîtres y camareros que te atienden a velocidad metanfetamínica en el bar y restaurantes; un libanés atento a tu más breve ausencia de la hamaca para cambiar tu toalla por otra nueva e impoluta...

Pero es mi experiencia con la limpieza de los camarotes la que constituye el ejemplo definitivo de estrés producido por unos cuidados tan extravagantes que te afectan a la cabeza (…) Lo cierto es que casi nunca veo a la encargada de mantenimiento del camarote 1009, la diáfana Petra, con sus pliegues epicánticos de liebre. Pero tengo buenas razones para creer que ella me ve. Porque cada vez que salgo durante más de media hora del camarote me lo encuentro completamente limpio, sin una mota de polvo y con las toallas reemplazadas y el baño reluciente... La cama está recién hecha y tiene dobladillos de hospital, y encima de la almohada hay otro bombón chocolate relleno de menta (...) Es como tener una mamá sin el sentimiento de culpa. Pero también hay, creo yo, una culpa espantosa en esto, una inquietud profunda y acumulativa, una incomodidad que se presenta como una especie extraña de paranoia por ser cuidado. 
Este es el tono de una narración en la que detrás del limpio corte quirúrgico de un humor que te lleva a echar una carcajada, nos hallamos con una realidad que nos hace torcer el gesto. Una realidad que a lo largo del relato el autor va desvelando:

(1) Cae en la cuenta que con sus treinta y tantos años es con diferencia el más joven de los viajeros del barco: No me parece un accidente que los Cruceros de Lujo 7NC atraigan sobro todo a gente mayor. No digo decrépita, pero sobre todo atraen a gente mayor de cincuenta años, para quien su propia mortalidad ya es más que una abstracción.

(2) La mayoría de los cuerpos que se exponían durante el día en la cubierta del Nadir estaban en diversas fases de desintegración. Y el océano en sí resulta básicamente una enorme máquina de podredumbre.

(3) El agua del mar corroe los barcos a una velocidad asombrosa: los oxida, exfolia la pintura, saca el barniz, apaga el brillo, cubre los cascos de los barcos de percebes, algas y una mucosidad indefinida-marinaomnipresente que parece la misma encarnación de la muerte.

Ante esta terrible realidad que se palpa por todos lados se erige el barco, el Nadir, “un barco que estaba tan limpio y blanco que parecía que lo hubieran hervido”,  aspecto este que para el autor no es algo accidental: “Está claro –nos dice– que esta blancura y limpieza han de representar el triunfo calvinista del capital y la industria sobre la putrefacción primaria del mar.”

Y aquella legión de hombres y mujeres al servicio del pasajero, atentos a cualquier deterioro, expertos en ofrecer actividades constantes, celebraciones, excitaciones y estímulos, en aquel paisaje con el color azul de las Antillas occidentales, el mismo color del cielo, que varía entre el azul de manta infantil y el azul fluorescente, si bien no puede trascender el miedo a la muerte, sí puede ahogarlo durante el tiempo mágico que dura el crucero. 

Los cruceros de lujo siempre empiezan y terminan en sábado. 

viernes, 11 de octubre de 2013

Los otros clásicos XIV - Fray Miguel de Guevara

Ahora un divertimento menor, pero de lujo. Y, de paso, una excelente excusa para reservar un merecido puesto de honor, entre “LOS OTROS CLÁSICOS”, a los brillantes poetas españoles nacidos al otro lado del Atlántico, aquí representados en la colosal figura del fraile agustino Miguel de Guevara. Autor de un difundido tratado sobre una de las lenguas habladas por los indígenas de la Nueva España (Arte doctrinal y modo general para aprender la lengua matlaltzinga, de 1634), Guevara ha merecido la atención de los siglodoristas porque se le ha atribuido –puede que sin demasiado fundamento– la autoría del celebérrimo soneto “A Cristo crucificado” (“No me mueve, mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido…”), que aparece en el manuscrito original de dicho tratado. Allí figura también, de puño y letra del agustino novohispano (aunque sin testimonio expreso de que sea obra suya, por lo que sólo cabe atribuírsela), esta otra muestra acabada de su asombrosa habilidad poética, soneto que, visto a la luz del adagio bíblico “nihil novum sub sole”, reduce del todo a la nada la supuesta originalidad del no menos famoso soneto contemporáneo de José Hierro (“Después de todo, todo ha sido nada / a pesar de que un día lo fue todo…”).

XIV.- [Atribuido a] Fray Miguel de Guevara (1585-1646)

Pídeme de mí mismo el tiempo cuenta; 
si a darla voy, la cuenta pide tiempo: 
que quien gastó sin cuenta tanto tiempo, 
¿cómo dará, sin tiempo, tanta cuenta?

Tomar no quiere, el tiempo, tiempo en cuenta, 
porque la cuenta no se hizo en tiempo; 

que el tiempo recibiera en cuenta tiempo 
si en la cuenta del tiempo hubiera cuenta.

¿Qué cuenta ha de bastar a tanto tiempo? 
¿Qué tiempo ha de bastar a tanta cuenta? 
Que, quien sin cuenta vive, está sin tiempo.

Estoy sin tener tiempo y sin dar cuenta, 
sabiendo que he de dar cuenta del tiempo 
y ha de llegar el tiempo de la cuenta.

martes, 8 de octubre de 2013

Carta imaginada, de José Miguel Junco

CARTA IMAGINADA DE NAZIM HIKMET, EL TURCO, A MIGUEL HERNÁNDEZ, EL ESPAÑOL

Camarada Miguel: ¿Qué bálsamo desprenden los álamos de España?
¿Cuál es la dimensión de sus raíces?, ¿Te deja sin resuello su fragancia?
¿Cómo es la historia en las calles de España? ¿Se presume, Miguel?
¿Puede uno comprenderla cuando pasea al mediodía?

Y los niños, Miguel, ¿sonríen acaso? ¿Dan un beso a sus padres
antes de anochecer y luego se divierten en sus sueños?
¿Cómo lloran las esposas de los combatientes en tu tierra?
¿Lloran con esperanza, les nace un arco iris detrás de la tristeza?
¿Se escabullen del tedio y del horror y vuelan lejos
como las mariposas de alas verdes que imaginan el aire?

¿Qué gemidos exhala la tierra humedecida de tu patria?
¿Lo recuerdas Miguel, te asomas más allá de los barrotes?
¿Cómo cantan los pájaros de España? ¿esperan a posarse,
o simplemente en vuelo ejercitan las cuerdas para luego?

Si tu hijo y el mío se encuentran una tarde aquí en Turquía
o allí, en tu hermosa patria, ¿sabrán por qué no viven ya sus padres?
¿Se abrazarán, Miguel, sin conocerse, porque tira la sangre de poeta?

Buena suerte Miguel, mi hermano en la desdicha y en los sueños.
No olvides referirme la textura que tienen las hojas de los álamos,
los sueños de los niños españoles, las alas verdes de las mariposas,
el canto de los pájaros, y cómo va la historia por la calle.
Cuídate de esa tos que yo me cubro de noche el corazón.


TÜRK NAZIM HİKMET’TEN, İSPANYOL MİGUEL HERNÁNDEZ’E HAYALİ MEKTUP

Yoldaş Miguel: Hangi kokuyu yayarlar İspanya’nın kavakları?
Ne kadar derindedir onların kökleri? Seni soluksuz bırakıyor mu onların hoş kokusu?
Tarihi nasıldır İspanya caddelerinin? Övünüyor musun, Miguel?
Biri onu kavrayabilir mi öğle vakti dolaştığında?

Ya çocuklar, Miguel, yoksa gülümsüyorlar mı? Bir buse veriyorlar mı ebeveynlerine?
Güneş batarken ve sonra eğleniyorlar mı rüyalarında?
Nasıl ağlıyorlar savaşçıların eşleri senin yurdunda?
Umutla mı ağlıyorlar, bir gökkuşağı doğuyor mu hüzünlerinin arkasından?
Korku ve bezginlikle kaçışıyorlar mı yoksa uzaklara mı uçuyorlar
Gökyüzünü süsleyen kelebekler gibi?

Hangi çığlıkları atıyor yurdunun nemli toprağı?
Hatırlıyor musun Miguel, demir çubuklara dayandığını?
Nasıl ötüyorlar İspanya’nın kuşları? konmayı mı bekliyorlar
yoksa sadece iplerle uçuş talimi mi yapıyorlar sonrası için?

Eğer senin oğlun ve benim ki karşılaşırlarsa bir akşamüstü burada Türkiye’de
ya da senin güzel yurdunda, bilecekler mi artık niçin yaşamadıklarını babalarının?
Kucaklaşacaklar mı, Miguel, şairin kanının niçin döküldüğünü bilmeden?

İyi şanslar Miguel? Talihsizlikteki ve hayallerdeki kardeşim.
Benden söz etmeyi unutma kavak yapraklarına,
İspanyol çocuklarının hayallerine, kelebeklerin yeşil kanatlarına,
Kuşların ötmesine sahip dokularda ve nasıl ilerliyor tarih caddede,
Dikkat et geceleri beni tutan şu öksürüğe yoldaş.

(Un compañero turco, Tashin Ay, que ejerce de maestro en su país, ha tenido la amabilidad de enviarme este poema que escribí hace ya un tiempo traducido a su idioma. De este modo, el círculo queda cerrado. Como se sabe, la poesía no tiene fronteras. Mi agradecimiento a Tashin.)

viernes, 4 de octubre de 2013

Benjamín Prado A la sombra del ángel (Madrid: Aguilar, 2002)




Precioso libro lleno de cariño hacia un personaje, Rafael Alberti, por el que acabamos sintiendo simpatía y hasta aprecio. Y lleno de noticias, que nos aclaran, qué sé yo, cuáles fueron sus relaciones con todos los poetas del 27, quiénes fueron sus amores (y sus amoríos), la historia del premio Cervantes que le dieron, la del Nobel que no le dieron, las maniobras y las intrigas de la segunda mujer (realmente espeluznantes, si creemos todo lo que dice el autor)… muchas cosas.


Es el libro feliz en el que alguien nos habla de un amigo. Todas las páginas se leen con una sonrisa. Incluso con una risa (especialmente cuando reproduce las cosas que decía Alberti, su manera de hablar: “Oh, ¿verdad?, es repugnante.”)

Además está lleno de anécdotas. No podemos resistirnos a contar alguna. Cuando le dieron el Cervantes compartido a Borges y a Gerardo Diego, parece que a Borges no le sentó muy bien. Antes de la ceremonia, Gerardo Diego se acercó a Borges para saludarle (se habían conocido de jóvenes, cuando Borges estuvo viviendo en España con su familia):

-Hola, Jorge Luis. Soy Gerardo.
-¿Gerardo? ¿Qué Gerardo?
-Diego.
-¿En qué quedamos? ¿Gerardo o Diego?

Alberti conoció a muchas celebridades. Por ejemplo, cuenta que Hemingway hablaba un español del revés. Todo el rato estaba diciendo: “¡Es cojones la cosa!”.

Cuando Benjamín Prado revela intimidades de Alberti, siempre lo hace con mucha simpatía, con gracia. Nunca es impertinente. Dice, por ejemplo, que Alberti elogiaba las películas de los grandes directores, pero que se dormía viéndolas. Si se despertaba, volvía al elogio y se quedaba otra vez dormido. Pero las películas porno le mantenían absolutamente despierto.

Decíamos que es un libro feliz. Quizá no todo. El final es realmente triste, muy amargo, con un Alberti peleado con todo el mundo, y en manos de una mujer que al parecer hizo con él lo que quiso.

martes, 1 de octubre de 2013

Los otros clásicos XIII - Juan de Jáuregui y Aguilar

A pesar de lo mucho que dio de hablar en su tiempo, la fama del poeta y pintor sevillano Juan de Jáuregui amengua aceleradamente: como artista plástico, sólo se le recuerda por ese presunto retrato de Cervantes que, a buen seguro, ni fue obra de Jáuregui ni reproduce, en verdad, el auténtico semblante del autor del Quijote; y como poeta apenas se le menciona por sus dos grandes composiciones extensas, el Orfeo y la Aminta, obras de enojosa lectura para el lector hodierno. Me gustaría recordarle hoy también por su talante brioso, independiente y combativo, que le llevó a enfrentarse sin temor, en defensa de sus convicciones estéticas, con un ya consagrado Luis de Góngora, al que endilgó su virulento Antídoto contra la pestilente poesía de Las Soledades; a enemistarse luego con Lope de Vega (a pesar de haber gozado antes de su amistad y protección, que tanto le favorecían), y a enzarzarse también con Quevedo. Me parece, además, que este soneto de Jáuregui, dedicado “A un navío destrozado en la ribera del mar”, cobra hogaño gran actualidad, al menos entre los que compartimos con el poeta sevillano su deseo de que los que se mueven por “codicia avara” se queden de una vez y para siempre en “extranjera provincia”, y a ser posibles faltos del “consuelo” y el “oro”.

XIII.- Juan de Jáuregui y Aguilar (1583-1641)

Este bajel inútil, seco y roto,
tan despreciado ya del agua y viento,
vio con desprecio el vasto movimiento
del proceloso mar, del Cauro y Noto.

Soberbio al golfo, humilde a su piloto,
y del rico metal siempre sediento,
trajo sus minas al ibero asiento,
ávidas en el Índico remoto.

Ausente yace de la selva cara,
do el verde ornato conservar pudiera
mejor que pudo cargas de tesoro.

Así, quien sigue la codicia avara,
tal vez, mezquino, muere en extranjera
provincia, falto de consuelo y oro.