viernes, 6 de septiembre de 2013

T. C. Boyle El pequeño salvaje (Madrid: Impedimenta, 2012)

Boyle cuenta esta historia real, sobre la que Truffaut hizo una película, que para mi caprichoso gusto (no soporto ni Jules et Jim, ni Los cuatrocientos golpes, ni La novia vestía de negro, ni Vivamente el domingo, un poco Fahrenheit 451 y bastante La noche americana) es una de las mejores de Truffaut.

Pocos años después de la Revolución Francesa, en un bosque del Languedoc, unos campesinos encuentran a un niño de unos ocho o nueve años que vive solo en el monte, como un animal, desnudo, sucio. Lo atrapan y lo llevan al pueblo, donde es una atracción de feria. Todos los intentos por comunicarse con él y por enseñarle los rudimentos de la lengua y unos mínimos modales, fracasan. Por fin lo llevan a París, a la escuela de sordomudos del abad Sicard, donde se hace cargo de él el profesor Itard, que ha tenido éxitos espectaculares con niños sordomudos. Pero Itard no encuentra manera de fijar la atención del niño. Incluso cree que es sordo. Ni las voces ni los golpes repentinos dados a su espalda le hacían volverse. Tampoco los instrumentos musicales. Un día el jardinero, en medio de otros muchos ruidos, casca una nuez a sus espaldas e instantáneamente el niño se vuelve. Oye aquel ruido de comida. Es posible que todos los otros ruidos desconocidos no los oyese realmente. Miraba un bosque, miraba la naturaleza y solo veía comida.  A pesar de vivir desnudo en el monte, no debía de haber estado nunca enfermo, porque la primera vez que se acatarró y estornudó se asustó tanto que corrió a esconderse bajo su cama, como si su propio cuerpo lo estuviese atacando. El profesor Itard aplicó con él las mismas técnicas que con sus alumnos sordomudos, que en pocos meses eran capaces de comunicarse. Pero el niño salvaje apenas consiguió progresos. Siguió robando comida  de todos los platos para esconderla en su habitación, masturbándose en público, incapaz de articular jamás una sola frase, ni de mostrar compasión ni empatía con nadie. Según el abad Sicard era un idiota sin remedio, un niño que había nacido retrasado. Y que esa era la razón por la que los padres lo habían abandonado en el monte. Y posiblemente tenía razón.  El joven acabó viviendo con el matrimonio Guimar (los porteros de la escuela), sin ningún otro contacto, sin salir a la calle, lo que nos produce una lástima enorme. Aquel niño que atrajo la atención de toda Francia, murió adulto en París, olvidado, treinta años después, casi igual de salvaje.

Aunque esta historia recuerde la de Mowgli, creo que estamos ante un caso distinto. Mowgli fue criado por lobos y aunque es un personaje literario, en la India ha habido casos reales de niños criados por lobos. Sender, en Ramú y los animales propicios (libro curiosísimo y genial, como casi todos los de Sender, lleno de noticias extrañas, muy interesantes, sobre animales), cuenta uno de ellos: un niño que todo lo interpretaba en clave canina. Por ejemplo, cuando la gente se reía, él lo que veía eran animales que le enseñaba los dientes y eso para él era una amenaza (así la expresan los perros) y por eso se ponía  a la defensiva.  Sin embargo, el salvaje de Aveyron, no tenía costumbres caninas. Por ejemplo, defecaba de pie y orinaba en cuclillas, un comportamiento que no parece muy de perro.

Ignacio Padilla, en El androide y las quimeras, cuenta otro caso de una niña salvaje, creo recordar que real. La niña salvaje de Chalons. En el cuento es la niña quien cuenta, ya anciana, su vida. La raptan en África como esclava y cuando la traen a Europa el barco naufraga frente a la costa francesa. Ella y otra niña consiguen salvarse. Se esconden en un bosque. Allí sobreviven solas, sin contacto con nadie, muchos años. Se pelean mucho. Un día, durante una pelea, le hace a la otra niña una herida en la cabeza. Se separan. Comen ratones, conejos, insectos… Un día la encuentran a ella. Al principio la educa un noble, pero cuando él muere se la entregan a unas monjas. Ella quiere entrar en el convento, pero las monjas no la aceptan. Acaba viviendo sola, en París, como costurera. Con el cambio de dieta ha engordado, se le han caído los dientes… El cuento planteaba los conflictos de la memoria. La mujer acaba contando su vida como la contó años atrás en los periódicos una escritora que la había entrevistado. Acaba incorporando a su vida lo que se había contado de ella. Al final descubrimos que lo que ella cuenta como un simple corte en la cabeza es en la realidad un cráneo destrozado cuyos restos encontraron en su día las monjas en el bosque (de ahí que no la admitieran en el convento).

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