jueves, 26 de septiembre de 2013

Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero, de Álvaro Mutis

Esta idea de que llevamos nuestra propia muerte y de que debemos cultivarla y diseñarla para que esté en armonía con ciertas convicciones que tenemos, me parece muy bella. 

Esto decía Álvaro Mutis, una idea que había cogido de Rilke y a la que, seguro, siguió fiel hasta el final. 

Además de su poesía y prosa siempre admiré de él su actitud ante la escritura. Nunca le gustó que le llamaran “escritor”, “maestro” y, mucho menos, “intelectual”. Respetaba mucho lo que él consideraba la esencia de estas palabras para aplicárselas. Qué lección de humildad. Sobre todo cuando ves con cuánta prodigalidad y facilidad hay tantos que adoptan unos hábitos, se visten una indumentaria y sin pensárselo dos veces se proclaman “escritores”.  

martes, 24 de septiembre de 2013

Acuarelas de Comas Quesada (Puente de Piedra y Catedral)

Por José García Caneiro

PUENTE DE PIEDRA Y CATEDRAL

La coronada vestal
ha vuelto el rostro
y, estática, contempla cómo
una conversación
de rezos, queda,
escapa a través del campanario.
Es luz polar
la catedral
que guía a la tartana
y le da un rumbo de ensueños,
cruzando el denso aroma
a peje asado
que, silencioso, invade
el puente.
Un melancólico rumor de preces
se funde en los inciensos
quemados por las bogas
y se adhiere,
como una bruma espesa,
a todas las mansiones.

viernes, 20 de septiembre de 2013

El fútbol tiene música

Hace unos meses, Emilio Gavilanes, amigo y colaborador de este blog, me hablaba de Pepín Bello, uno de esos personajes secundarios del arte y de la literatura pero que tuvieron mucha influencia en personajes consagrados, como Dalí o Lorca. Y me añadía que sobre él había un magnífico libro de entrevistas cuyo autor era José Antonio Martín Otín. A los pocos días, en la visita a una librería, me tropecé con un libro con el sugerente título que encabeza esta entrada, del mismo autor. También había descubierto, gracias a Emilio, que este José Antonio Martín Otín era “Petón”, el conocido comentarista de radio y televisión que todos los aficionados al fútbol –como yo– hemos seguido en algún momento. Antiguo futbolista del Zaragoza y hoy "ciento un por cien colchonero", como él mismo se proclama, ya sabía de su sabiduría futbolística y amenidad en sus comentarios, pero no tenía ni idea de que también escribiera libros. Lo que me dijo Emilio y la lectura de este libro, pues, han supuesto para mí un agradable descubrimiento. 

Porque hay que decir que El fútbol tiene música es un libro magnífico. Y no solamente para los aficionados al fútbol, que encontrarán en los cincuenta relatos que lo componen referencias poco conocidas de antiguos futbolistas –Anatol, Campanal, Puskas, Patrick O´Connell, Ben Barek, Garrincha, Gárate... –o clubs de fútbol –Avilés, Sevilla, Everton, Botafogo, Fluminense, Boca Juniors, Barcelona Sporting Club... –; sino porque cualquier lector con sensibilidad hallará detrás de cada relato una historia humana, conmovedora en muchas ocasiones. Y sobre todo –eso es lo que a mí me llamó más la atención– porque en la narración se demuestra cómo el fútbol permea la cultura en la que nacimos y en la que estamos inmersos.

Como muestra de esto último elijo el relato que se titula Un tanguito de arrabal, que comienza con un niño que trabaja de tramoyista en un teatro de Buenos Aires, y en donde canta un barítono español, Emilio Sagi Barba. Veinte años más tarde, ese niño tramoyista se ha convertido en Carlos Gardel, aficionado al fútbol, que asiste en España (en los Campos del Sardinero) a la final de Copa entre el Barcelona y la Real (el equipo de Gabriel Celaya). Ganó el Barcelona (3 a 1): uno de los goles lo marcó Samitier, amigo de Gardel, y como extremo izquierdo jugaba Emilio Sagi Liñán, hijo de aquel barítono español que cantó en el teatro de Buenos Aires. Ambos jugadores –Samitier y Sagi–, habían comenzado a jugar al fútbol en Cadaqués, junto con Piera, y otro chico flaco que jugaba de portero, muy amigo de los tres. El estilo de ese cancerbero flacucho era el de Higuita, Gatti, Grobbelaar o el Mono Burgos –es decir, “a la vez un loco divino y un farsante” – y según un entendido que le vio jugar, “era el único cancerbero español que podía haberle disputado el reinado de las porterías a Ricardo Zamora”.

Pues bien, Pepín Bello desvela a "Petón" –y a nosotros–, que ese cuarto futbolista, amigo de Sagi Barba, Piera y Samitier, era hijo del notario de Figueras, y se llamaba Salvador Dalí. 

martes, 17 de septiembre de 2013

Sigmund Freud El Moisés de Miguel Ángel (Madrid: Casimiro Libros, 2011)

No es ninguna originalidad decir que Freud era un gran escritor. Yo recuerdo haber leído El hombre de los lobos como una novela de misterio apasionante, en la que se acaba resolviendo un enigma que parecía irresoluble; y con parecida fascinación el ensayo sobre el recuerdo infantil de Leonardo da Vinci (a pesar de que al acabarlo pensé: cómo es posible que mientras lo leía me haya podido convencer de todas estas insensateces: he ahí el poder de un gran escritor).

En este escrito Freud estudia el Moisés de Miguel Ángel y lo primero que a mí me asombra es que se pregunta qué está haciendo Moisés en la escultura (a mí no se me había ocurrido pensar que estuviese haciendo nada; daba por supuesto que está en una postura cualquiera, una que permita al escultor exhibir su arte). 

Freud, fijándose meticulosamente en los detalles, interpreta así la escultura: Lo que vemos es el final de una secuencia que empieza con Moisés sentado, mirando al frente, sujetando las tablas con la mano derecha (no lo dice, pero quizá las acaba de recibir; de ahí los cuernos, rayos que aún emanan de su cabeza, como resto de la cercanía de Dios). Un ruido le llama la atención. Se gira hacia su izquierda y ve a los israelitas adorando al becerro de oro. Se enfurece, se agarra la barba con la mano derecha con furia, hace intención de levantarse, pero sofrena su impulso, domina sus pasiones (el acto humano más alto, dice Freud), se sienta, al notar que las tablas resbalan y están a punto de caer, su brazo derecho retrocede para sujetarlas contra el costado, y en su retirada se le queda enredada en un dedo parte de la barba. Es ese momento el que vemos. En su rostro hay mezcla de desprecio, furia, pena.

La mayoría de los comentaristas anteriores a Freud habían visto en la escultura el momento previo al estallido de ira de Moisés, que está a punto de levantarse. O sea, Freud ve casi lo opuesto a lo que ve la mayoría. Y argumenta convincentemente que Moisés no está a punto de levantarse, porque en el lugar en el que se encuentra (una tumba, la tumba de Julio II) eso rompería el equilibrio del conjunto, disonaría.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Los otros clásicos XII - Pedro Espinosa

Hoy traigo una amena curiosidad, en parte para rendir tributo a esa variedad tan cara a la estética áurea, y en parte por disfrutar de la mera eutrapelia. Cumple, además, con el requisito de tratarse de un poema poco conocido, y ello a pesar de que su autor, el antequerano Pedro Espinosa, ha gozado del favor de la crítica literaria, pues merced a su impagable antología Primera parte de Flores de poetas ilustres de España (Valladolid, 1605), han llegado hasta nuestros días algunas composiciones notabilísimas de más de sesenta autores del Siglo de Oro. Pero en cualquier obra de referencia actual solo se cita, de Espinosa, su otrora celebérrima “Fábula del Genil”, poema que, leído en nuestros días, dice muy poco o nada a cualquiera que no sea un erudito interesado en matices muy puntuales de la lírica áurea. En cambio, no se reproduce casi nunca este delirante soneto (“Donoso dislate de Pedro Espinosa, poeta de humor”, reza uno de los manuscritos de la BNM donde se conserva), que sorprende al lector tanto por su sincera e inesperada humorada final, cuanto por el descubrimiento de que, amén de la consabida parodia en prosa de Miguel de Cervantes, hubo otras obras en verso que se burlaron con ingenio de los ridículos excesos en que habían incurrido los libros de caballería.

XII.- Pedro Espinosa (1578-1650)

Rompe la niebla de una gruta escura
un monstruo lleno de culebras pardas,
y, entre sangrientas puntas de alabardas,
morir matando con furor procura.

Mas, de la escura, horrenda sepultura
salen rabiando bramadoras guardas,
de la Noche y Plutón hijas bastardas,
que le quitan la vida y la locura.

De este vestiglo nacen tres gigantes,
y de estos tres gigantes, Doralice;
y de esta Doralice nace un Bendo.

Tú, mirón que esto miras, no te espantes
si no lo entiendes; que aunque yo lo hice,
así me ayude Dios que no lo entiendo.

martes, 10 de septiembre de 2013

Acuarelas de Comas Quesada - Crepúsculo en el sur




Por José García Caneiro


(Inspirado en el cuadro del mismo título,
también del pintor José COMAS QUESADA,
vencedor en la I Bienal Internacional de Acuarela "Ciudad de Las Palmas", en 1979)

I

Hay una línea difusa
que esconde, soterrada
en sus entrañas reventadas de marrones,


la inamovible querella,
eterna en lo cotidiano,
de lo cierto y lo soñado.

Hay un reflejo en la arena,
disparado por el sol
naciente de mil hogueras,
que rebota en las pupilas
encendidas de dolor
de una humanidad errante.

Hay un trazo indefinible
que busca desdoblado,
un horizonte, intento vano
de aunar los cielos con el viento,
con la realidad sentida,
con la percepción primera.

viernes, 6 de septiembre de 2013

T. C. Boyle El pequeño salvaje (Madrid: Impedimenta, 2012)

Boyle cuenta esta historia real, sobre la que Truffaut hizo una película, que para mi caprichoso gusto (no soporto ni Jules et Jim, ni Los cuatrocientos golpes, ni La novia vestía de negro, ni Vivamente el domingo, un poco Fahrenheit 451 y bastante La noche americana) es una de las mejores de Truffaut.

Pocos años después de la Revolución Francesa, en un bosque del Languedoc, unos campesinos encuentran a un niño de unos ocho o nueve años que vive solo en el monte, como un animal, desnudo, sucio. Lo atrapan y lo llevan al pueblo, donde es una atracción de feria. Todos los intentos por comunicarse con él y por enseñarle los rudimentos de la lengua y unos mínimos modales, fracasan. Por fin lo llevan a París, a la escuela de sordomudos del abad Sicard, donde se hace cargo de él el profesor Itard, que ha tenido éxitos espectaculares con niños sordomudos. Pero Itard no encuentra manera de fijar la atención del niño. Incluso cree que es sordo. Ni las voces ni los golpes repentinos dados a su espalda le hacían volverse. Tampoco los instrumentos musicales. Un día el jardinero, en medio de otros muchos ruidos, casca una nuez a sus espaldas e instantáneamente el niño se vuelve. Oye aquel ruido de comida. Es posible que todos los otros ruidos desconocidos no los oyese realmente. Miraba un bosque, miraba la naturaleza y solo veía comida.  A pesar de vivir desnudo en el monte, no debía de haber estado nunca enfermo, porque la primera vez que se acatarró y estornudó se asustó tanto que corrió a esconderse bajo su cama, como si su propio cuerpo lo estuviese atacando. El profesor Itard aplicó con él las mismas técnicas que con sus alumnos sordomudos, que en pocos meses eran capaces de comunicarse. Pero el niño salvaje apenas consiguió progresos. Siguió robando comida  de todos los platos para esconderla en su habitación, masturbándose en público, incapaz de articular jamás una sola frase, ni de mostrar compasión ni empatía con nadie. Según el abad Sicard era un idiota sin remedio, un niño que había nacido retrasado. Y que esa era la razón por la que los padres lo habían abandonado en el monte. Y posiblemente tenía razón.  El joven acabó viviendo con el matrimonio Guimar (los porteros de la escuela), sin ningún otro contacto, sin salir a la calle, lo que nos produce una lástima enorme. Aquel niño que atrajo la atención de toda Francia, murió adulto en París, olvidado, treinta años después, casi igual de salvaje.

martes, 3 de septiembre de 2013

Libros decisivos de la vida

En el comienzo de otro magnífico relato de Giorgio Manganelli podemos leer:

El hombre pensativo en la plaza vacía está atormentado por una duda tan vaga como inquietante; tiene la sensación de que ha omitido cierto gesto, cierta opción, una muestra de fidelidad a unos principios que, por otra parte, nunca ha enunciado, o simplemente que no ha contestado a una carta, o que no se ha opuesto a un crimen del que se ha convertido, de hecho, en cómplice, que no ha estudiado la lengua que le hubiera dado acceso a los libros decisivos de su vida…

Y me llaman la atención estas últimas palabras que destaco. ¿Hay libros decisivos en la vida? ¿Decisivos en qué sentido?

 Después de pensarlo unos momentos, me contesto con un rotundo sí. Yo los entiendo como esos libros que te encuentras en algunas encrucijadas de tu vida y cuya lectura resulta el mejor consejero que puedas tener: te iluminan, te dan ánimos y fe, y sobre todo te ponen de nuevo en marcha en una dirección que consideras la correcta… Yo recuerdo, por ejemplo, El filo de la navaja, de Somerset Maugham, que leí en una época de esas características de mi vida. Y poco más tarde, Al este del Edén, de John Steinbeck. Después… En fin, estoy seguro de que cada lector tendrá un particular pequeño conjunto de libros decisivos de su vida.

También me doy cuenta de que, al menos en mi caso, esa influencia del libro se atenúa con la edad. Y llego a pensar si nuestra capacidad de seguir encontrando libros decisivos de la vida no está directamente relacionada con el hecho de seguir estando vivos.


En cualquier caso, entiendo perfectamente la duda que atormenta al hombre pensativo de la plaza vacía del relato de Manganelli y la reflexión de esto me lleva algo más allá. Pues lo dramático no es solo que los libros en cuestión estén en una lengua que no podamos entender, sino que sean libros que aún no se hayan escrito en el periodo de nuestras vidas.