viernes, 11 de enero de 2013

Tolkien y Martin. Una reflexión provisional



 Creo que una de las frases más desafortunadas (una más) que ha podido pronunciar la crítica reciente es la que Dana Jennings firmó el pasado 14 de Julio en el New York Times: “Tolkien ha muerto. Larga vida a George Martin”. Lo impertinente de esta afirmación innecesaria descansa en el afán que tienen algunos críticos de entender la literatura como un ejercicio de superación de referentes y modelos, como si los que vienen después estuvieran obligados a desbancar a los anteriores. Tirando de este hilo llegaríamos a un ovillo que nos alejaría del tema que ahora me ocupa, así que dejémoslo estar. Por el momento, si alguien tiene la menor duda, que convoque, por ejemplo, al espíritu de Cervantes para aclararla.



Desde que el pasado verano empecé a leer la saga de George R. Martin Canción de hielo y fuego no he querido tener entre mis manos ninguna otra obra de ficción, excepción hecha de aquellas que he tenido que releer o consultar para atender a tareas de investigación. Me ha parecido conveniente dejarme abducir por la historia leída en su continuidad, al igual que hice con el ciclo de la Tierra Media de Tolkien. A tiempo de escribir estas líneas, llevo leída más o menos una quinta parte de Danza de dragones, circunstancia que, añadida al hecho de que la saga está inconclusa, justifica que las reflexiones que ahora firmo sean forzosamente provisionales. Lo seguirán siendo, tanto como incompletas, cuando llegue al final, como todas las reflexiones que nacen de la lectura.

Por lo que hasta ahora llevo leído, ambas sagas se refieren a un tiempo ficticio,  más anclado en lo mítico en el caso de Tolkien y acaso pseudomedieval en el caso de Martin pero muy elaborado en detalles cronológicos en ambos casos, y a un espacio igualmente ficticio y elaborado con una precisión geográfica que llega a ser deslumbrante. Es posible que la trabada elaboración de Martin haga que el lector se acostumbre antes a las referencias recurrentes: el comercio, los vinos, los metales (el acero valyrio, por ejemplo) y los productos que se comercializan en los puertos, cuya descripción me parece excelente no solo por los detalles sino por el lugar que ocupan en ellos los sentidos (la vista, el olfato, el gusto).

En la definición de ambos universos desempeñan un papel principal las lenguas, en donde el olfato filológico de Tolkien se lleva la palma al poner con previsible rigor las bases del quenya (alto élfico) que desarrollarán después los estudiosos (y uno de los que destacan en este ejercicio es el físico español Luis González Baixauli, autor de La lengua de los Elfos, una gramática en toda regla publicada en Navarra, Planeta De Agostini-Minotauro, en 2002). El sistema lingüístico más desarrollado por Martin parece ser el dothraki, suficientemente apuntado por él y luego desarrollado por David J. Peterson, en el que la misma Daenerys de la Tormenta aprende a comunicarse con pericia con su esposo, el khal Drogo. Del alto valyrio tenemos alguna frase suelta (el recurrente valar morghulis, “todos los hombres mueren”), y de las otras lenguas (la lengua común, los dialectos vulgares de Pentos, Tyrosh, Myr y Lys, el lenguaje comercial de los marineros, el volantino o el meereeno, por ejemplo) no pasamos de tener referencias constantes, sumarias en alguna ocasión, pero no suficientemente reflejadas en las voces de los personajes. Por lo que respecta a los textos poéticos intercalados, en Tolkien están preferentemente anclados en una lírica de corte mítico mientras que Martin construye un sistema folklórico asentado con familiaridad en la experiencia del lector, que acaba teniendo curiosidad (es mi caso) por saber cómo se cantan “Las lluvias de Castamere” o “La doncella y el oso”, que ya tienen sus versiones en el universo Youtube y no sé si también en la serie de televisión, de la que solo he visto parte de la primera temporada.

También habría que hablar de los elementos propios de una fauna y una flora singulares. Quizá podría apuntarse que la incorporación de criaturas fantásticas es más común en Tolkien que en Martin, en donde la presencia de los dragones es residual (aunque muy significativa) y hay más elementos de fauna común o de criaturas más o menos adscribibles a categorías animales relativamente próximas: aunque asumo que esta aproximación es de todo punto discutible, el gatosombra me hace pensar en un puma, el lagarto león parece apuntar a los caimanes de los manglares y las grandes tortugas, como las quebradoras, son exactamente eso: quelonios portentosos. Resulta interesante constatar que Tolkien y Martin comparten el lobo huargo (warg), más identificable con las fuerzas del mal en el primero que en el segundo. Por lo que respecta a la flora, Tolkien crea los ents o pastores de árboles que no tienen la connotación religiosa de los arcianos de Martin, cuyos pinos soldados son fácilmente asociables a los que ocupan largas hileras en las laderas montañosas. Podría afirmarse igualmente que la presencia de seres fantásticos antropomórficos es relevante en ambas sagas, pero en la de Martin están menos incardinados en lo cotidiano. Así como los Hobbits, los Enanos, los Elfos y los Orcos tolkinianos (por no hablar de los inquietantes  Nazgul) coexisten –pacíficamente en unos casos y belicosamente en otros– con los hombres en la Tierra Media (valga la expresión), los Otros de Martin se manifiestan muy esporádicamente (por ahora) y no son la única amenaza para el Muro, como demuestra la proximidad permanentemente hostil de los pueblos libres, que libran por su cuenta una guerra bastante ajena en principio al juego de tronos que conforma el núcleo de la historia y concitan la simpatía del lector (al menos la mía) por su irreducible sentido de la libertad, rayano en el anarquismo más rotundo.

Creo que la principal diferencia en la trama de ambas sagas radica precisamente en los límites y circunstancias del juego de tronos. Mientras que la construcción de los personajes de la Tierra Media es inequívocamente dicotómica y enfrenta a Sauron y sus huestes contra los miembros representados en la Comunidad del Anillo y reunidos en Rivendel en el Concilio de Elrond (Hombres, Enanos, Hobbits y Elfos, con la mayúscula expresiva que emplea Tolkien), en Canción de hielo y fuego la lucha enfrenta a todos contra todos –un rasgo de singular verosimilitud y permanente actualidad, por cierto–  sin que al lector le sea fácil tomar partido, suponiendo que tenga que hacerlo. Muerto Robb Stark, creo que mis simpatías dinásticas se decantan por ahora por Daenerys de la Tormenta, que tiene, como todos los personajes de Canción de hielo y fuego, sus luces y sus sombras, a diferencia de los personajes tolkinianos, en los que las sombras de los personajes iluminados –excepción hecha de Gollum, cuya corrupción es completa– deviene del peso del anillo, como le ocurre a Frodo en algunos momentos. Volviendo a Martin, la caracterización de los personajes es quizá más plural y sorprendente por sus muchas aristas. ¿Quién no ha sentido simpatía por el poliédrico Tyrion o por  el mismísimo Jaime, cuyo comienzo en la historia no puede ser más negativo? ¿Quién no se ha revelado ante la pusilanimidad acomodaticia de Samsa en sus pretensiones de convertirse en esposa del rey Joffrey? ¿Quién no ha ido cambiando de opinión al viajar al lado del poderoso khal Drogo, no tan bárbaro como nos pinta la serie de televisión? En el mismo sentido, uno de los aciertos de Martin es saber deshacerse tempranamente y con tantísima seguridad de personajes que concitan la simpatía inmediata del lector, como Ned o Robb Stark. Otro se habría apuntado a desenlaces más fáciles y más felices.

Lo que pretendo ahora, en fin, es reivindicar la impertinencia de emplear la comparación entre los universos literarios de Tolkien y Martin como una excusa, más que una razón, para asegurar la pretendida superioridad de uno de los dos sobre el otro, como también se intentó hacer al enfrentar los universos literarios de Tolkien y Clive S. Lewis (Crónicas de Narnia). Unos y otros son maestros en su tratamiento del género fantástico, y deben ser leídos en la coherencia de su propio universo literario por más que las relaciones (que no las comparaciones) se presten fácilmente a la mirada del lector atento. Enamorarse de la literatura es vivirla, y no resulta difícil –no al menos para mí–  sentirse en medio de los acontecimientos de historias tan magistralmente construidas.

10 comentarios:

  1. No puedo estar más de acuerdo contigo, Santiago. Parece que en estos tiempos que nos está tocando vivir, para afirmar que algo es bueno, primero hay que demonizar lo que hasta ayer adorábamos y no me parece ni justo ni coherente. Muy buen articulo, por cierto. Juan Luis.

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  2. Genial artículo, bien fundamentado y preciso, como nos tiene acostumbrados el profesor López Navía. Enhorabuena y gracias amigo.

    N. Lara

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  3. Maestro, no puedo estar más de acuerdo contigo. No he leído todos los volúmenes de Martin, aunque aprecio su enorme habilidad literaria. También disfruté de la Tierra Media a pesar de su parquedad en relaciones entre hombres y mujeres, de las que Martin va bien sobrado (si no tan explícitamente como en las series de TV).
    La comparación entre ambos universos es ociosa, y, de hacerla, por qué no remitirnos a Robert E. Howard con Conan el Bárbaro y su Edad Hyborea, o a Edgard Rice Burroughs y su cartesiano Marte superpoblado. Y antes de ellos, anda que no imaginó ucronías y utopías Joanot Martorell, por decir uno solo entre una pléyade inacabable.
    En realidad, creo que Martin no tiene mucho que ver con Tolkien. El suyo es más bien un relato con elementos de cuentos de hadas -caballeros, princesas, dragones, espadachines, piratas, etc.- combinados en un cóctel para adultos de cierta exigencia. Pero qué duda cabe que Tolkien forma parte de los materiales que Martin mezcla.

    A pesar de lo dicho, yo tengo un problema con uno y otro universo. Por mucho que sus geografías sugieran historias y civilizaciones pujantes, por más que los pueblos que recrean resulten verosímiles y convincente su devenir, tanto los invernalios como los hobbits ¡comen patatas! Este pequeño anacronismo monumental, o desajuste ucrónico —son mundos que no son de este mundo pero son pseudomedievales, en suma—, me perturba la narración igual que si los orcos o los Lannister se sirvieran gintonics. De hecho, siempre me ha dado la sensación de que muchos escritores de fantasía se inventan la realidad por pura pereza.

    Tolkien desde luego que no, porque todos los elementos de su mundo los construye con referencias literarias exigentes y venerables. Martin dota de coherencia y lógica a su conjunto fantástico, inspirado en muchos episodios históricos. Lo que pasa es que los wargos de Tolkien huelen a runa de piedra, bosque nórdico y manuscrito añejo, y los wargos de Martin huelen a Tolkien, a Howard y a todos los escritores fantásticos anteriores. Sin embargo, una gran virtud de Martin reside precisamente en contar con esa baza, pues altera conscientemente los presupuestos del género, o como dices, es capaz de cargarse a un personaje central sin que le tiemble el pulso. Yo conocía a Martin por dos relatos fabulosos, Los reyes de la arena (en internet se puede encontrar) y por Sueño del Fevre, antológica novela de vampiros. Es un escritor excelente, que domina el texto que construye y lo dirige como un ejército hacia donde le interesa.
    No obstante lo dicho, en la obra de Tolkien o la de Martin (curiosamente, ambos llevan su R. R.) se comen patatas. Detalle sin importancia, que no deja de tenerla.

    Saludos de Dativo.

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    1. Es muy cierto todo lo que dices, Dativo. Y resulta curioso que el anacronismo de las patatas pase inadvertido, o se disculpe. En el fondo, en un planteamiento ficticio del tiempo y el espacio muy bien se puede esperar cualquier otra alteración. Esto tiene su correlato en la lógica de predicados, en la que se dice, como sabes, que de una premisa falsa se puede deducir cualquier cosa.
      A estas alturas ya he terminado "Danza de dragones" y estoy deseando que se publique el siguiente tomo ("Vientos de invierno"). Tras casi seis meses sumergido en el universo literario de Martin, ahora me pasa lo que al buzo que necesita controlar la descompresión...
      Un abrazo.

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    2. A mí me da perezón leerme tanto tomo. Aparte de que cuestan un huevo de wargo. Estoy esperando a ver si los publican en edición de bolsillo, la de 10 pavos, no la de casi 18, que eso ni es bolsillo ni es nada. Me los deja la gente, pero eso no permite el subrayado. Vamos, y por una fantasía medieval con patatas, diez pavos ya va bien.

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    3. En cuanto empieces, te engancharás. Algunos tomos están en libro de bolsillo, y estoy seguro de que cuando toda la obra esté editada se harán ediciones de todo tipo. Abrazos.

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  4. Hay algo más que tienen en común. Ambas obras hablan sobre el poder, aunque Tolkien en modo más alegórico que Martin.

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    1. Totalmente de acuerdo. En el caso de Martin, la búsqueda del poder es una de las fuerzas que justifican lo que los personajes hacen y lo que dejan de hacer, y en el caso de Tolkien tiene una dimensión trascendente, pero totalmente dicotómica, a diferencia de las muchas aristas de los protagonistas poderosos de Martin.

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  5. En Tolkien todas las consideraciones ante el poder empalidecen ante la urgencia de la defensa común. No olvidemos que El Señor de los Anillos se escribió durante la Segunda Guerra Mundial, y así se percibía al enemigo. Los orcos no tienen esposas, ni crías, ni los Uruk Hai conocen la infancia. En Martin la cosa es más compleja. Cada personaje percibe el poder de forma diferente, según para qué quiera ese poder. Un gran acierto de la novela es precisamente esa consideración del poder como herramienta para conseguir alguna otra cosa, y no un fin en sí mismo.

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  6. Exacto. De hecho, en términos estrictamente genéticos, los orcos son elfos que han sufrido la degeneración (sobre todo moral, aunque se perciba más la física). Algo tienen de nazis las pobres criaturas. Y sí: en Martin el poder preside las relaciones, tanto interpersonales como de amplio espectro, y todos ganan y pierden... sin que por el momento haya ganadores ni perdedores.

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