viernes, 5 de octubre de 2012

Estas ruinas que ves, de Jorge Ibargüengoitia


La primera noticia que tuve del escritor mejicano Jorge Ibargüengoitia fue la de su muerte, a consecuencia de un accidente aéreo en Madrid, en el año 1983. En la misma catástrofe también murieron los escritores Manuel Scorza, Ángel Rama y Marta Traba. Todos acudían al Primer Encuentro de la Cultura Hisponoamericana, en Colombia.
Desde entonces empecé a leer sus novelas: Los relámpagos de agosto, Las muertas, Los pasos de López... y a disfrutar de su sencillez, sátira y el constante buen humor.  Y de entre esas lecturas, siempre preferí Estas ruinas que ves, que ganó el Premio Novela de México de 1975.  Seguramente porque, además de la ironía y la frescura en la escritura habituales en sus otras novelas, hay en esta un aire de triste ensoñación y nostalgia por una juventud y una forma de vida que ya se han marchitado.
El joven protagonista de la novela regresa a su ciudad de origen, Cuévano, capital del estado Plan de Abajo, para dar clases en su universidad, y se mete de lleno en las situaciones, los personajes y las formas de una vida de provincias.
Para dar una idea sobre el aire y el humor que transpiran toda la novela, elijo la secuencia en la que el protagonista, con el pretexto de buscar en su bien nutrida biblioteca un ejemplar de La verdadera historia de México de Berrihondo, visita la casa de las Begonia, dos ancianas gemelas y sordas –con una criada, también sorda–, que habían pasado toda su vida dedicadas al cuidado de un hermano sabio e inventor. Después de la visita a la biblioteca, nuestro protagonista, seguramente inspirado por la rareza de algunos ejemplares, como Las confesiones del Barón Freihauff, La denuncia del onanismo del padre Barrutia o un manual con cien modelos de cartas de amor, garantizados, decía la primera página, en provocar novedosas pasiones, decide escribir sobre un Catálogo de ideas fijas cuevaneneses, del que entresaco algunas entradas:
Artistas: Se mueren de hambre, no se cortan las uñas y se comunican entre sí diciéndose rimas de Béquer.
Cejas: Las de los hombres son espejo de la sexualidad. Las pobladas son indicio de un miembro viril muy desarrollado, las que se unen en el caballete reflejan un temperamento apasionado e insaciable, las que al llegar a la sien se dividen en varias hileras de pelos, son en cambio signo de un carácter voluble y propenso a la depravación. Las cejas de las mujeres no son indicio de nada.
Correa, Teófilo, Licenciado: El único cuevanense del que se sabe a ciencia cierta que está en el infierno, por haberlo declarado él mismo durante su propio velorio. El cadáver se incorporó tres veces durante la noche en el féretro donde estaba tendido y dijo, a las dos de la mañana: “Estoy siendo juzgado”; a las tres: “Estoy esperando sentencia”; y a las cuatro: “He sido condenado”. Ante la vergüenza de toda la familia.
Chino: Primera acepción. Todo lo incomprensible está escrito en chino. Segunda. El que es dueño de restaurante, persigue a las meseras cuando cierra, come ratas y es fácil de engañar (de ahí la frase, “te engañaron como a un chino”.)
Joto: El que en las noches se pinta los labios, se pone rizadores en el pelo y duerme en camisón transparente.
Negro: Los negros son iguales a nosotros ante los ojos de Dios, tienen el sexo extraordinariamente desarrollado, sus ojos y dientes brillan en la oscuridad, despiden un olor inconfundible, parecido al del histafiate.
Soldado mexicano: Es el mejor del mundo porque aguanta sin comer más que ningún otro. Está bien decir: “Otros ejércitos han ganado batallas pero ninguno ha pasado hambres como el nuestro”.
Voltaire: Filósofo ateo que murió diciendo “¡Quiero más luz!” y metiendo la mano en la bacinica.

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