lunes, 30 de abril de 2012

Música culta y música popular: recreaciones de ida y vuelta


En los últimos años, y como consecuencia de mi trabajo sobre la relación entre la música y la literatura, me he sentido especialmente interesado por la forma en la que la música culta y la música popular se influyen mutuamente. Los ejemplos que hasta ahora he sido capaz de reunir parecen demostrar que la música culta es recreada por la música popular con mayor fecundidad que al contrario, por lo menos hasta ahora. Para empezar, hay unas cuantas canciones cuya melodía está tomada de una pieza de música clásica y sirve de base musical, muy acertada por cierto, para una letra poco o nada relacionada con la obra original. Es el caso de la hermosa balada de los años cincuenta cantada por The Four Aces, “Stranger in Paradise”, basada en la melodía principal de las “Danzas polovtsianas” de El príncipe Igor de Alexander Borodin. También lo es la exitosa canción “Llévame” que Miguel Tottis cantó en 1975 con la música de “En un mercado persa” de Albert Ketelbey o, en otro registro, de la canción “It’s now or never” de Elvis Presley, que versiona el “O sole mio” de Capurro y Capua (cuyos límites entre lo culto y lo popular quizá merecerían discusión aparte).
También hay importantes homenajes a la música culta en “Alabama Song” de The Doors, basada en La ópera de tres centavos de Kurt Weil y Bertoldt Brecht y versionada en español por Ana Belén y Miguel Ríos, entre los muchos artistas que han recreado otras partes de la obra original (entre otros Nina Simone, Frank Sinatra, Pet Shop Boys o José Guardiola, cuya versión de “Macky el Navaja” tuvo su momento). Los Doors homenajean  al adagio de Tomaso Albinoni en la música de fondo de “A Feast of Friends” del disco de Jim Morrison An American Prayer, y en el comienzo de “It’s a hard life” de Queen, del disco The Works, Freddy Mercury pone su voz única al servicio de la melodía de “Vesti la giubba” de la ópera Pagliacci  de Ruggero Leoncavallo. Eric Adams, el vocalista de Manowar, interpreta muy convincentemente el aria por excelencia del Turandot de Giacomo Puccini, “Nessun dorma”, en el disco Warriors of the World, sin renunciar a su auténtica textura vocal, muy al contrario de lo que Barry Gibb, por lo demás extraordinario vocalista, intentó sin demasiado éxito en algunas canciones como “When do I” del disco Trafalgar. No todos tienen la capacidad vocal para hacer esto de forma convincente. El ejemplo más sobresaliente de cómo se pone una voz de soprano al servicio del mejor power metal es la diosa Tarja Turunen, la primera vocalista de Nightwish. Recientemente, y aunque en otro género, la soprano española Amparo García Otero ha hecho lo propio muy logradamente en su canción “Juglares y quijotes” de su disco Nadie es más que nadie, en la que su magnífica voz se funde con la de José María Guzmán (del mítico cuarteto español Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán). Es más común, no obstante, oír a los grandes tenores y sopranos versionar las canciones más conocidas de la música pop-rock, y en algunos casos, poner su voz al servicio del heavy metal, como hizo el mismísimo Luciano Pavarotti nada menos que con Sepultura en “Roots bloody roots”, de su álbum Roots, o como hizo en una sorprendente incursión en la música el gran actor británico Christopher Lee prestando su imponente voz de bajo-barítono al grupo italiano de power metal sinfónico Rapsody of Fire en la extraordinaria “The Magic of the Wizard’s Dream”.

En el mismo sentido, y en el mismo disco de Manowar antes citado, encontramos una pieza, “The March”, cuya factura clásica es muy clara, por no hablar de la enorme importancia de las orquestas sinfónicas en los mejores discos de los grandes grupos de heavy metal épico o sinfónico o el power metal, como Nigthwish o Epica. Cualquiera que desee deleitarse con una alarde de transición casi mágica entre la música sinfónica y el mejor heavy metal está invitado a escuchar “Sacred Words”, la primera canción del disco At the Edge of Time de Blind Guardian, editado hace poco. Creo que esta mezcla de lo sinfónico con el rock no habría sido posible sin la audacia visionaria de los Moody Blues en el sensancional Days of Future Passed de 1967 y sin el guiño del órgano Hammond de Mathew Fisher, el mismo año, a la cantata BWV 140 de Bach (“Despertad durmientes”) en “A Whiter Shade of Pale”, la canción por antonomasia de Procol Harum y una de las canciones más redondas y bellas de toda la historia del pop-rock. Después llegó el remate de la Electric Light Orchestra, que fundió muy eficazmente los instrumentos clásicos con los propios de la música rock, y en el heavy metal de nuestros días la presencia del violín ha sido fundamental en Mägo de Oz y en la magistral “Nyneve”, de Wurdalak, entre otros ejemplos.

Por lo que respecta a la recreación del rock por parte de la música culta, y sin olvidar las magníficas y justamente reconocidas versiones de los principales clásicos del rock por parte de la Royal Philharmonic Orchestra, son muy destacables el sorprendente Beatles go Baroque de Peter Breitner, en el que construye y ejecuta con su orquesta de cámara sendos conciertos al modo de Vivaldi, Bach o Haendel a partir de los temas más conocidos del cuarteto de Liverpool, o la magnífica The Queen Symphony compuesta y dirigida por Tolga Kashif, en la que las canciones del grupo liderado por Freddy Mercury se integran de modo tan hermoso como convincente en una completa sinfonía de seis movimientos, nuevamente de la mano de la Royal Philharmonic Orchestra. No podemos dejar de significar la incursión de algunos ilustres músicos de la música pop-rock en el género culto, bien como compositores o bien como instrumentistas. Entre los primeros brilla con luz propia Paul McCartney, autor de obras excelentes como el Oratorio de Liverpool o la bellísima cantata Ecce cor meum, entre otras, y entre los segundos cumple reconocer el meritorio trabajo de investigación e interpretación de Sting con el laúd y la música de John Dowland en Songs from the Labyrinth.

Movimientos recreadores de ida y vuelta, en fin, que demuestran que la música popular y la culta se interrelacionan, se influyen y se interpenetran en un diálogo permanente y seminal que nos demuestra una vez más las muchas aristas de la estética de la recreación, reveladora de intuiciones y sorpresas que llegan a lo más profundo de nosotros desde lugares diferentes, fundidas y confundidas en la fragua de la inspiración.

viernes, 27 de abril de 2012

Reseñas de los lectores: Diario de invierno de Paul Auster





Tú no eres amigo de las biografías, mucho menos de las autobiografías. Sospechas, no sin razón, de algo escrito para contar cosas sobre uno mismo y  para ocultar las cosas incontables de uno mismo. Son cortinas de humo, te dices. A veces hasta con escupitajos sobre el propio escribano, pero, sospechas, la mayoría de esas autocríticas están destinadas a desviar la atención sobre lo  que no se nombra.

Tampoco eres un enamorado de Paul Auster. Es un escritor importante, ¡le dieron el Príncipe de Asturias, ganará el Nobel!, y como a tu mujer le encanta, (o a tu chica, o a tu compañera, o como quiera que llames a esa persona que se despierta a tu lado y te hace soportable la vida), pues has leído alguna cosa suya, ¿Trilogía de Brooklyn, La noche de las ilusiones, El día del oráculo?, y, la verdad te gustaron. Es más, si haces memoria recuerdas que te gustaron mucho aunque luego se te amalgamaran todas en una sola. Haz un esfuercito. Sí, las casualidades convertidas en causalidades, las coincidencias, el azar organizando el caos de la existencia, las pequeñas cosas, ¿pequeño el momento inesperado cuando conociste al gran amor de tu vida?, capaces de convertir cualquier instante en un punto de partida. Sí, vas a leerlo.

Te engancha desde el primer momento, al fin y al cabo todos los adultos hemos sido niños y tú también te escapaste una vez de la mano de tu madre, te caíste y te abriste una brecha en la frente, mira, mira, aquí tengo la cicatriz. Te das cuenta de que cuenta las cosas como sin darse cuenta, y tú ni siquiera te das cuanta de cómo cambia de tiempos y escenarios, porque, eso lo sabe todo el mundo, cuando se recuerda la vida nunca se recuerda de forma lineal, minuto a minuto, día a día, año tras año consecutivamente. Sabe contar una vida a retales, la continuidad del salto temporal. Oye, te has enganchado.

Empieza y va y te dice que ya tiene sesenta y cuatro tacos, ¡bicho!, aunque en la foto del libro parece mucho más joven. Y te habla de los achaques. Todos sabemos algo acerca de la nebulosa de órganos que nos habita, pero llega un momento en que ya sabes exactamente no solo donde los tienes sino también, ay, donde te duelen. Fumo porque me gusta toser, pordiós, te dices a ti mismo, este tío es un colega. No importa que ahora tú seas mucho más joven. Ese momento también me llegará, colega. 

El capítulo de su vida a través de los lugares donde ha vivido, todos, te parece extraordinario. Ves el paso del tiempo por las cosas ocurridas en las casas ya vividas. Yo también podría hacerlo, piensas, y luego piensas que no, que las cosas escritas, descritas, con tanta sencillez son algo muy difícil de pasar al papel con tanta limpieza. Por eso él escribe libros y tú los lees. Tranquilo. Él también piensa que formáis el equipo perfecto.

Pero además, no le saca el cuerpo a cosas de las que nunca se habla. Cogió una gonorrea, chico, eso no se cuenta. Y una vez pilló ladillas y se las pegó a su mujer, maestro, cállate. Pero te gusta, te gusta mucho que hable de cosas que a ti también te pasaron, o le pasaron a un amigo, pero tú nunca te has atrevido a contarlo, casi ni a recordarlo hasta ahora, cuando él te devuelve como tuyos los recuerdos suyos. ¿Y lo del aborto?

Lo del aborto es demasiado. Tú te ves con un amor juvenil, el escaso pan de los años jóvenes, con aquella medio novia pirada del todo. Y de repente, el problema. Y los dos a la clínica a hurtadillas, cabizbajos, avergonzados, el mal humor, la sensación de fracaso, el fracaso. Y eso lo vas a llevar siempre encima, no vas a dejar nunca de preguntarte qué hubiera sido si… por favor, para que luego venga un obispo, o un rabino, o un atildado ministro tan sin sustancia como un moco a darte la monserga, cuando eres tú quien les puedes enseñar a ellos la compleja asunción del dolor, la terrible disyuntiva de tener que elegir. El dolor malcomido y eterno. Solos los dos. Llorando.

Y luego habla de su madre. A lo largo del libro la ves pasar, la ves vivir, ¡mamá es tan importante!, y luego la ves envejecer, la ves morir. Y cuando ya piensas que ha acabado con ella, empieza la disección retrospectiva en un doloroso ejercicio de sicopatología forense, (hacer la disección en vida no hubiera sido autopsia sino asesinato), con una crudeza no exenta de amor. Y es que mamá, ¡sorpresa!, además de mamá fue una mujer, otra persona.

Y termina hablando de sus amores. Bueno, termina y empieza. Por supuesto, el importante es el último, apenas lleva durando, el presente es eterno, algo más de treinta años. No cuenta, nos oculta, su obra. Ni una sola mención. Pero la de ella la narra y la rastrea y la exhibe. Y, no sin retrogusto amargo, relata la alegría de esa nueva familia a la que se ha incorporado, nuevos padres, nuevos hermanos, nuevos sobrinos, hace tanto tiempo que ya es la suya, la familia de su mujer, donde se ha sentido más en familia que nunca.

El libro es pequeño, pero tú sabes que es grande. Hasta te recuerda aquella letal autobiografía de un suicida ejemplar, Stefan Zweig o algo así se llamaba. También ahora sientes una vida ajena muy dentro de la tuya, oye, hasta te ha emocionado, tonterías las justas, te ha gustado como si fuera una novela o más aún. Se lo recomendarás a tus amigos, lo regalarás en cumpleaños y cuando vuelva el reno de Papa Nöel. Pero no dirás nada, tuya es la ofrenda, de ellos debe ser el descubrimiento.

Y cierras el libro con una tristeza dulce, una tristeza para compartir.

Lo ha escrito para ti a los sesenta y cuatro años, justo cuando acaba el otoño, justo cuando empieza el crudo invierno de nuestra desventura.

Autor: Javier Guzmán

miércoles, 25 de abril de 2012

Hay letras que matan


Yo ya sabía del poder de la palabra, y sobre todo de la palabra escrita. Pero supe del poder del conocido dicho Hay palabras que matan cuando lo sufrí en mis propias carnes.

Fuimos a escuchar el Réquiem de Brahms en el Auditorio Nacional. Y en el programa de mano que nos entregan al entrar, leí con cierta congoja que el estreno de la obra, que tuvo lugar en Viena, resultó fallido a causa de la trastornada actuación de un timbalero de la orquesta. Como no se daban más datos, la noticia estuvo a punto de arruinarme la audición, pues durante el melodioso Selig sind con el que comienza el Réquiem, conformando una delicada y mágica atmósfera, no pude dejar de pensar en un timbalero enloquecido que se pone a percutir sin ton ni son, reduciéndolo todo a añicos. Al llegar a casa busqué más información y encontré que, en efecto, en esa audición del 1 de diciembre de 1867, que la Gesellschaft der Musikfreunde ofrecía en memoria de Franz Schubert, un timbalero de la orquesta, apoyado por otros hooligans seguidores de Wagner, interpretó de forma equivocada las notas de la partitura con fuertes sonidos del timbal que ahogaban las voces de los cantantes y arruinaban la audición.

 En fin, que hay noticias que es mejor no conocer (y letras que no leer), pues a partir de ahora no sé si podré escuchar el Réquiem de Brahms sin esa amenaza, esa congoja ante un desastre inminente. Y no podré dejar de vigilar estrechamente al timbalero. 

lunes, 23 de abril de 2012

El nacimiento de un libro

Hoy quería compartir con vosotros este maravilloso video que retrata el nacimiento de un libro de manera artesanal. Debo admitir que, pese a ser defensor de los ebooks como el formato del futuro, no creo que deba desaparecer nunca este magnífico arte.

Disfrutadlo.



viernes, 20 de abril de 2012

Reseñas de los lectores: Vuelta a la isla


Saludos amigos y amigas lectores:

La primavera poco a poco va desplegando sus luces, sus olores y sus colores en medio de una sequía por la que lloran la naturaleza y el agricultor. Quería animarles a degustar los versos del poeta canario Pedro García Cabrera de su obra “Vuelta a la isla”. Su poesía está a la altura de los más destacados poetas en lengua española. En literatura no se puede hablar del primero o de los primeros como se hace en el deporte que se mide en centímetros, segundos, goles, puntos etc. Se trata de algo más subjetivo, de todas formas creo que Pedro García Cabrera, como a otros escritores canarios, no se les ha valorado en su justa medida pues su obra no desmerece a la de Lorca, Hernández, Celaya, Vallejo o Neruda, por citar solo a algunos de los más conocidos. Entre otras causas, la situación política de dependencia del Archipiélago Canario, tiene que ver con esa injustificada valoración que se realiza de nuestros creadores. Para los buenos catadores de la poesía podíamos añadir al nombre de García Cabrera los de una serie de poetas canarios que rayan a un buen nivel en la poesía en español, así tenemos a: Tomás Morales, Alonso Quesada, Carlos Pinto Grote, Agustín y José María Millares Sall, Pedro Lezcano, Luis Feria, Manolo Padorno, Mercedes Pinto, Josefina de la Torre, Pino Betancor, Cecilia Domínguez, etc. Ello sin contar los de las últimas generaciones a los que se podría dedicar más de un trabajo.

Volviendo al poemario “Vuelta a la isla”, he de decir que en él García Cabrera muestra su apego a las islas, a su naturaleza y a sus gentes. Se trata de treinta y siete romances dedicados a las diferentes islas y a pueblos de Tenerife. Les loa con un lenguaje entre culto y sencillo, neopopularismo, pero impregnado del surrealismo del que es un abanderado y que en la que está inmersa gran parte de su poética. No hay que olvidar que Cabrera es el poeta de avanzada barroca y europea del surrealismo isleño iniciado en 1934 con “Transparencias fugadas”. Su extensa y diversificada obra va desde las tendencias postmodernistas, vanguardistas y surrealistas hasta la poesía social y desde ella hasta los preludios de las transvanguardias.

García Cabrera inicia su poemario con Nana de una isla en la que describe donde se ancla el Teide, Tenerife, con estas sentidas y delicadas imágenes
“Un día se fue a la mar:
iba llorando soledades. 
Una lágrima fue su salvavidas…”. 

Dedica un romance a la vetusta, monumental y colonial ciudad de La Laguna a la que observa desde la atalaya de sus tejados, donde anidan los verodes con sus flores encendidas: 
“Desde aquí contemplo los cerros 
que me custodian los flancos, 
mis cerros como carretas 
inmóviles: son mis barcos…”. 

Entre otros también ofrenda a los pueblos de La Matanza y la Victoria de Acentejo, lugares célebres por las hazañas heroicas de los isleños y su derrota ante la férrea decisión de los conquistadores europeos
“Sabed que un poblado guanche 
tengo en las cuevas del alma, 
que la sombra de un barranco 
se me mete en las entrañas…”

O aquella otra,
Aquí mismo, en La Victoria, 
 cayó vencido esa tarde 
uno de ellos, cuyo nombre 
no recuerdan los anales…”.

Amigos, a isla de la Gomera, su cuna natal, dedica Pedro García Cabrera estos vehementes y pacifistas versos, quizás para ahuyentar los fantasmas de la guerra que vivió
“Y ahora silba más hondo 
silba más alto y sin tregua, 
silba una paloma blanca, 
que dé la vuelta a la tierra”. 

Dibujó otra isla con estas certeras imágenes
“La Palma no es soledad. 
Es cabeza de puente 
que sobre los océanos 
tendieron los continentes”.

  A la de Gran Canaria la mira desde lejos con cierta ensoñación
“Ya desde aquí en adelante
me seguirás en la marcha,
cresta de la lejanía
esposa de la distancia”.

A otra la identifica con las sal de sus salinas
“Con esta sal que libera 
de todos los sinsabores, 
con esa sal, mi velero 
regresa de Lanzarote".

Sinceramente, queridos lectores la lectura del poemario “Vuelta a la isla”, de nuestro compatriota Pedro García Cabrera, es un estimulante paseo por el deleite de la poesía del paisaje y el espíritu de las gentes de Canarias. No podemos olvidar que nuestro poeta fue un luchador por la libertad, la justicia y la igualdad y que ello le llevó a ocupar las cárceles y campos de concentración de la dictadura franquista en las islas, el Sahara y en la España peninsular.

Algunas de sus obras destacadas son: Transparencias fugadas, Dársena de despertadores, La guerra y tú, Hombros de ausencia, Viaje al interior de tu voz, Días de alondras, Hora punta del hombre, Entre cuatro paredes, Hacia la libertad, Elegías muertas de hambre, etc. Habría que añadir su participación junto a Domingo Pérez Minik y Eduardo Westerdahl en la creación de la revista artística la Gaceta de Arte, que conectó a los intelectuales y artistas canarios con las vanguardias europeas y el surrealismo.

¡A disfrutar con la poesía!

¡Hasta la próxima, amigos y amigas!

Autor: Félix Martín Arencibia

miércoles, 18 de abril de 2012

Mulas milenarias



Decía Bergamín que la España cervantina desapareció exactamente en 1959, cuando empezó a entrar dinero extranjero en forma de ayudas al campo. El dinero extranjero no llegó nunca a algunos lugares, en los que se siguió desarrollando un ciclo vital que apenas había sufrido cambios desde la Edad Media, casi desde el Neolítico. Mulas milenarias reconstruye esa vida cervantina en un pueblo de Tierra de Campos (Hustillejo, llamado en la ficción), a través de un diálogo entre dos personajes, Juve y Pruden, que conversan en voz baja sobre casi todo lo que podía dar de sí aquella vida, en la que el único motor que se conocía era el de la silenciosa fuerza de los animales, especialmente de esas mulas a las que alude el título, de las que tan extensa e intensamente se habla en el libro.

Se nota que Aderito, recientemente fallecido, es esencialmente poeta (ahí están para demostrarlo sus magníficos libros de poesía, Huellas, Dornillas, El despertar de Pintia...), por el cuidado con el que elige cada una de las palabras que emplea, entre ellas las que conforman el exquisito y melódico vocabulario tradicional del campo, que surge en el discurso de nuestros dos personajes con toda naturalidad, de manera no forzada, un vocabulario hecho de voces que a menudo aluden a objetos y a ocupaciones caídas en desuso: tandejones, sobeos, cornijales, arrastrijos, francaletes, sufras, cirlangas, frontinelas, aciales, calamones...

El canto a ese mundo perdido (eso es la esencia de la poesía) se lleva a cabo sin nostalgia, sin lágrimas. Todo el libro es una serena elegía que toma la forma de un múltiple diálogo. El diálogo es aquí una metáfora de la vida, un diálogo interminable y feliz.

A mí me parece que este libro hace algo más que satisfacer la curiosidad, o que proporcionar información, o un goce estético. A quienes tenemos antepasados cercanos en el mundo rural creo que este libro nos ayuda a conocernos mejor. Siento que salimos de este libro más ordenados, más claros.

Si al lado de las grandes editoriales comerciales, las pequeñas, como La Discreta, son casi invisibles, ¿qué decir de las ediciones de autor? Que no existen. Alguien debería cantar a este tipo de ediciones, sobre todo cuando están hechas con el talento y el cariño con el que se ha hecho esta. 




Aderito Pérez Calvo Mulas Milenarias (Valladolid: Edición a cargo de Jorge Santiago Pardo, 2012)

lunes, 16 de abril de 2012

Felisberto


No sé qué me atrajo más del escritor uruguayo Felisberto Hernández (1902-1964), si su vida, que parece un cuento, o sus relatos, tan llenos de vida y sueños. Desde luego, me llamó la atención su ascendencia isleña –su padre fue tinerfeño–, y, sin duda y como decía, una peripecia vital que parece sacada de uno de sus relatos. Compositor y pianista, se pasó parte de su vida dando recitales por Uruguay y Argentina, tema y atmósfera que recreó en muchas de sus narraciones. En 1947, ya dedicado a la literatura y viviendo en París con la ayuda de una beca, Felisberto conoce a una hermosa española, María Luisa de Las Heras, de la que se enamora y con la que se acaba casando a su vuelta a Montevideo. Pero María Luisa no resulta ser la discreta mujer amante de los niños y modista de alta costura que dice ser, sino coronela del Ejército Rojo y miembro de los servicios secretos soviéticos con un largo historial en el que se cuenta un intento frustrado de asesinar a Trotski. Su boda con Felisberto solo es la tapadera para la organización de una amplia red de espionaje en Latinoamérica. Se dice que en 1964, cuando Felisberto Hernández muere, lo hizo en la ignorancia de ese terrible secreto de la mujer con la que se había casado. Sin embargo, hay un estupendo relato, Las Hortensias, precisamente dedicado a María Luisa con motivo de la boda, a través del cual parece que el autor le dice a su mujer que sabe que en realidad es una espía soviética. Lo que quizá no se atrevió a decirle a la cara, se lo confiesa a través de un relato. No podía ser más literario.

De sus libros destaco La casa inundada, y el relato que da título al conjunto, con un espléndido prólogo de Julio Cortázar, cuyas reflexiones sobre la literatura de Felisberto comentaré en otro momento.

Con respecto a este relato, decir que está lleno de imaginación, humor y poesía. Una mujer “inmensa”, doña Margarita, pierde a su marido y entabla una relación con el agua. Compra una casa de campo y un proyecto para inundarla, lo que hace por medio de un sistema hidráulico que saca y mete agua a voluntad. El protagonista, un escritor, va a la casa y doña Margarita le va contando su historia y adentrando en su misterio, lentamente, en muchos días. Y él acaba embrujado por la casa, por la mujer y por el agua. Es un relato para leerlo con la misma morosidad con la que el protagonista va descubriendo los misterios del agua y de doña Margarita, dejándose llevar como uno se deja llevar por los sueños o el fluir del agua; como el mismo Felisberto decía de sus cuentos, sin buscar estructuras lógicas, sino algo que se transforme en poesía cuando ciertos ojos lo miran… 

viernes, 13 de abril de 2012

Los libros voladores de Mr. Morris Lessmore

Aquí os dejamos, para que lo degustéis el fin de semana, este magnífico cortometraje ganador del Oscar 2012 titulado The Fantastic Flying Books of Mr. Morris Lessmore.

El cortometraje, dirigido por William Joyce y Brandon Oldenburg, destila un profundo amor por los libros  y nos recuerda lo importante que es la literatura para todo el mundo.



Muchas gracias a Hernán Rossi por la recomendación.

miércoles, 11 de abril de 2012

Esos libros inconclusos

Igual que no hay dos escritores iguales, no hay dos lectores idénticos. Sin embargo, me parece que a estos últimos los podemos dividir en dos grandes grupos por una caracterísitica diferenciadora:  su compromiso para llegar al final de una obra.  De un lado están los que viven como una obligación alcanzar la última página de cada libro que empiezan, aunque desde la segunda  se hayan dado cuenta de que no era para ellos.  ¿Por qué lo hacen? ¿Quizás porque esperan que en algún momento la obra remonte y  les compense el martirio de tantas páginas de aburrimiento o desencuentro? ¿O quizás es simplemente una muestra de perfeccionismo extremo, un exceso de responsabilidad?
De otro lado están aquellos lectores que dan pocas oportunidades a un libro y, a la primera de cambio, lo devuelven a la estantería o piensan en alguien a quien le podría gustar para deshacerse de él. ¿Es un carpe diem que resuena en su cabeza? ¿Es gente con más libertad de criterio que los anteriores? ¿No temen perderse alguna perla escondida a la vuelta de la siguiente página?
Yo comprendo muy bien a esos dos tipos de lectores porque he formado parte de ellos en diferentes momentos de mi vida. Durante mi juventud dejar un libro sin terminar era para mí una suerte de fracaso personal. Tenía una cierta justificación: eran casi siempre obras mayores que me habían sido recomendadas encarecidamente, o que sabía veneradas por los buenos lectores. Pocos de entonces quedaron sin terminar. Alguno he citado en otra entrada, pero no quiero reverdecer heridas recientes.
Desde hace unos años, sin embargo, me he pasado al otro bando. Demasiados libros por leer y muy poco tiempo como para perderlo a disgusto. Esa es mi auténtica motivación. Pero he de confesar una cosa: nunca abandono antes de la página cincuenta. ¿Por qué? Procede de mi experiencia como lector. Cuando uno salta de un autor a otro necesita un tiempo de aclimatación. Si la prosa es muy diferente, puede uno estar desconcertado durante unas cuantas páginas hasta que le toma el pulso al narrador.  Esa es una razón. Otra, que hay autores que no quieren dar facilidades al lector, al menos de la manera en que hoy se hace y casi se exige. Aquello de: “Desde la primera página te agarra del cuello y no puedes parar hasta el final”. Es algo que yo intento practicar como escritor, pero que, creo, no debe llevarse al extremo.
En mi personal experiencia, el ejemplo más claro de esto que digo es Gonzalo Torrente Ballester. El sabio de El Ferrol no se casaba con el lector, el lector tenía que casarse con él. Esas cincuenta primeras páginas suyas son la pedida. Pero, ay amigo, el gozo que aguarda a quienes superan esa barrera compensa con creces el esfuerzo. Con pocos autores he sentido esa sensación de desespero cuando compruebas que de trescientas páginas solamente te quedan cincuenta o cien para terminar. Muchas veces, incluso, ralentizaba esa fase para seguir estirando el placer lo más posible. Una vez, en una entrevista, se lo comenté y seguro que no fui el primero porque, rápido, me contestó: “No sea tonto: la próxima vez empiece usted por la página cincuenta”.
Qué diferente experiencia la de esas otras novelas en las que el disfrute sólo está en función de la trama , del deseo de conocer si al final hay boda o quién es el asesino. Es verdad que te llevan a matacaballo agarrado de una página a otra pero, en muchas ocasiones, eres consciente de que debajo sólo hay trucos del oficio y de que eso que estás leyendo ni tiene calidad ni, a veces, coherencia.
Con Torrente, con Javier Marías, y con muchos autores discretos como E. Gavilanes, L. Junco, Caneiro, P. González Rubio o el nuevo descubrimiento, Francisco Rodríguez Criado (Mi querido Dostoievski) eso no me ocurre. No llego al final porque quiera saber nada. Simplemente porque estoy disfrutando de cada página que leo. Me encantaría saber hacerlo.

lunes, 9 de abril de 2012

Reseñas de los lectores: La devoción del sospechoso


Terminé la lectura, cerré el libro, lo dejé reposar en silencio sobre mis rodillas, me levanté sin prisas, alejé cualquier ruido, me acerqué a la biblioteca, busqué uno de mis rincones reservados, abrí un hueco mínimo, (entre Las mocedades de Ulises, Álvaro Cunqueiro, y El adversario, Emmanuel Carrière), y lo encajoné con mimo intentando no romper la armonía del instante. La devoción del sospechoso, de Keigo Higashino, había entrado para quedarse.

Pese a poder alimentarme de forma continua con sopas de algas, pescado crudo aviado por el dulzor de la salsa de soja potenciada con la penetrante contundencia del wasabi, y arroces sencillos, mi ignorancia enciclopédica de la cultura japonesa abarca un laberinto de bibliotecas. Cuanto más me intereso, más se me escapa. El padre Arrupe, jesuita y médico en Hiroshima cuando cayó la maléfica, y más tarde último Gran General de la Compañía, tardó tres años largos en aprender a manejar con la armonía requerida los utensilios de la ceremonia del té. Pero él era un hombre de Dios y yo soy ateo. Renuncio.

La devoción del sospechoso es la armonía del conjunto. Me cuesta imaginar su escritura por medio de artilugios mecánicos. Veo unas manos de pianista, alabastrinas, mover con delicadeza una pluma de ganso sobre un papel de seda. Tal vez al fondo, muy suave, María Joâo Pires interpreta el segundo movimiento del concierto para piano y orquesta nº 27 de Mozart.

Todo inicia con una muerte accidental interpretada como un necesario homicidio involuntario, pero homicidio al fin. La atractiva madre soltera y su hija adolescente sienten la llegada del pánico a sus vidas. Suena el timbre. Abren la puerta demudadas. Un hombrecillo, su vecino, se ofrece a ayudarlas. Así, tan en blanco, comienza una escritura donde, bajo el pretexto de novela negra, se analizan y entreveran un reducido mundo de personajes, sus vidas asaltadas por lo inesperado y unas formas de conducta, por encima de todo, civilizadas.

Nada hay de estridencia, ni siquiera en la violencia, todo es paciencia, rigor, espera, claridad, un policía avezado y humanista, dos científicos, (un matemático y un físico), un paso a paso, una investigación, un análisis minucioso, una confrontación de inteligencias afinadas por la elegancia.

Mientras toda pasa, nada parece estar pasando.

La escritura es limpia, ordenada, (pocas veces he leído una investigación descrita con tanta meticulosidad, tan comprensible de inmediato), donde se avanza con precisión de cirujano en unas coordenadas de tiempos y espacios de blancura quirúrgica. Por supuesto, el hacer bien las cosas no conduce a nada o, más complejo aún, el policía llega muy pronto a la raíz del problema, pero es incapaz de encontrar pruebas válidas ante un juez. Una inteligencia aguda mueve, ha movido, los hilos para invertir su función e impedir la llegada de la araña hasta la mosca atrapada, desesperada. Ahí entran en juego las dos potentes mentes científicas, la búsqueda de los ángulos muertos generados por las ideas preconcebidas, averiguar si es más sencillo encontrar por ti mismo la respuesta a un problema o comprobar si es correcta la encontrada por otro.

El autor no juega al engaño. Desde el principio, línea a línea, pone todas sus cartas sobre la mesa a la vista del lector. Pero, no nos engañemos, el ardid del argumento es una argucia. Lo importante son los personajes, sus reacciones, su modo de pensar, sus compromisos mentales, sus (des)equilibrios emocionales. Pese a ser japonesa en los detalles, la leí muy occidental. Si cambiamos, las características físicas, la comida o las tatamis para dormir, (siempre me extrañó observar a las grandes culturas orientales incapaces de inventar el colchón, la silla o el tenedor), La devoción del sospechoso podría desarrollarse en un país avanzado de Europa, en un entorno social tan habitable como un campus universitario danés, por ejemplo. Hasta el final, cuando las tensiones contenidas buscan salida, cuando el comportamiento exija ajustarse a sus normas de conducta. Entonces asistimos, con transparencia doliente, a derribos psicológicos, a la emergencia de sentimientos de culpa agazapados o a la imperdonable sensación de fracaso, algo tan rotundamente japonés.

La narración se almohadilla con ternura, impregnada de un aroma romántico nada ñoño, ¡por favor!, capaz de llegar a despertar emociones por encima de la intriga, a enamorarte de los personajes, precisamente por entender su evolución a través de la sutil progresión del desarrollo.

La traducción es impecable, magnífica, la prosa diáfana se expresa con la suavidad de un haiku, las palabras son exactas, deslumbrantes sin pretender deslumbrar. Trasladar tal sutileza del japonés al castellano se me antoja proeza.

La devoción del sospechoso ha sido mi primera gran sorpresa en mucho tiempo. Alguien dijo de cierto hombre que su grandeza crecería con el tiempo como crecen las sombras cuando el sol declina.

Perfecto para La devoción del sospechoso.


Título: La devoción del sospechoso X
(Ignoro si la X, mayúscula, en rojo, pertenece al título original o es un reclamo editorial para incentivar el suspense. En cualquier caso, para mí, es tan aberrante como rematar el Concierto nº 1 de Chopin, Maurizio Pollini al piano, con un aldabonazo de gong chino)
Autor: Keigo Higashino
Editorial Ediciones B. También accesible en el Círculo de Lectores.

Autor de la reseña: Javier Guzmán

miércoles, 4 de abril de 2012

Simon Leys "Los náufragos del Batavia" y "La felicidad de los pececillos"


Estos dos libritos son dos joyas. El primero cuenta, de manera concisa, una historia impactante: el naufragio del Batavia, un barco holandés del XVII, cerca de Australia. Una tragedia atroz, no tanto por los que murieron en el accidente como por los que murieron a manos del psicópata que se hizo con el poder entre los supervivientes. Parece ser que la, para mí sobrevalorada, novela El señor de las moscas, de William Golding, se inspiró en este episodio. Es una historia que, igual que otros episodios reales espeluznantes (como el de Lope de Aguirre), solo pide ser contado, no comentado.

El segundo es una colección de artículos publicados originalmente en prensa, en los que el autor reflexiona sobre múltiples asuntos, sosteniendo siempre opiniones sensatas (a mi juicio), incluso sabias. Son ensayos un poco a lo Montaigne. El autor se declara en contra de la movilidad de los cuadros de los museos de pintura, por ejemplo, y en favor del talento, del tabaco, de la contemplación (del puro no hacer nada, ahora que se ha generalizado el elogio a la cultura del esfuerzo), de la creación como estado de inspiración, como gracia, no como trabajo, de pagar a algunos profesores universitarios para que no produzcan libros, como se hace con los campesinos cuando no se quiere que produzcan más mantequilla, etc. Su discurso, discreto, bienhumorado, sereno, se ilustra con multitud de anécdotas, unas curiosas, otras sorprendentes, otras humorísticas, siempre magníficas. Por ejemplo, cuenta que cuando Eichmann estaba en la cárcel se puso a leer Lolita, de Nabokov, y acabó arrojándolo lejos. “¡Es algo repugnante!”, dijo. Nos enteramos de que Patrick O’Brien no había navegado nunca, o que Conrad no sabía nadar y se mareó durante su viaje de novios (en barco). O de que Pancho Villa, cuando iba a ser fusilado, le dijo, angustiado, a un periodista: “Escriba usted que he dicho algo”. O de lo que le dijo cuando iba a morir aquel escritor irlandés del IRA a la monjita que lo cuidaba: “Gracias, hermana. Ojalá que sus hijos lleguen a obispos”. O de lo que decía Mark Twain de la música de Wagner: “Pierde mucho si se la escucha”. O de que al dictador portugués Salazar, cuando ya estaba enfermo, le ocultaron que él ya no gobernaba y siguieron representando para él consejos de ministros y reuniones de un gobierno que ya no existía (un poco la idea de Goodbye, Lenin). Pero no todas son divertidas. En las memorias de un escritor (no recuerdo si dice el nombre) lee que cuando era adolescente fue a ver un concierto de una pianista que hizo una interpretación sublime. Al acabar, ella le preguntó si le había gustado y él contestó: “Sí, señor”. Y durante mucho tiempo se sintió avergonzado por aquella equivocación. Un día, siendo ya mayor, encontró de nuevo a la pianista, y entonces ella le contó que hacía muchos años un chico tras un concierto, confundido por la emoción, la había llamado “señor”. Y para ella no había un testimonio mayor de admiración. También cuenta, otra vez a propósito de Conrad –que se declaraba escritor impresionista-, que nunca valoró los cuadros de pintores impresionistas (más tarde muy conocidos) que tenía el tío de una novia que tuvo de joven. Cuenta también que Claudel cuenta a su vez en su diario (lo nombra varias veces a lo largo del libro; habrá que leerlo) que un vecino suyo taló un árbol que a Claudel le daba sombra y le permitía escuchar al ruiseñor, con estos argumentos: quitaba la luz y estaba infestado de pájaros ruidosos. Una anécdota que encantará a los fumadores: durante un viaje en tren por Bélgica, iba en su mismo compartimento una pareja de jóvenes que se pusieron a besarse con tal pasión que acabaron echando un polvo a la vista de todos. Cuando acabaron, fueron a encender un cigarrillo y los que iban en el compartimento les dijeron que no se podía fumar. Pero mi anécdota favorita es una que revela la compleja manera en que funciona la mente humana. Cuenta que cuando él estuvo en el sur de África, había un comerciante griego que recorría la zona proyectando películas en los poblados. Películas de Hollywood, de gánsteres y mujeres fatales y ambientes lujosos. No eran mudas, pero como si lo fuesen, porque los indígenas solo hablaban su propia lengua. A partir de las imágenes que veían imaginaban historias fabulosas. En aquellas películas los papeles principales los tenían personajes blancos. Los pocos negros que salían tenían personajes marginales, insignificantes. Sin embargo, para los indígenas eran los protagonistas, los personajes realmente importantes. Cada vez que aparecían eran recibidos con ovaciones. Y el hecho de que aparecieran poco no hacía sino confirmar su importancia oculta, divina. Necesitaban aparecer poco para llevar a cabo los grandes actos que los indígenas imaginaban.

Los náufragos del Batavia (Barcelona: El Acantilado)
La felicidad de los pececillos (Barcelona: El Acantilado, 2011)

lunes, 2 de abril de 2012

El ojo de la patria de Osvaldo Soriano


Se trata de un libro de segunda mano, escogido de entre los que pueblan una estantería con otros de estas características en la librería HG de Collado Mediano, en plena sierra madrileña, que lleva con un entusiasmo a prueba de bombas este librero náufrago y amigo que es Herminio Gas. Y cuando lo abres se nota de inmediato un penetrante olor a sustancia medicamentosa con reminiscencias a El nombre de la rosa que te hace pegar un brinco de sobresalto. Según María Jesús es olor a desinfectante, pero yo estoy persuadido de que es veneno, puro veneno literario. De otra manera no puede entenderse esa atracción casi hipnótica y alucinatoria que te hechiza desde el mismo título –El ojo de la patria y casi no te deja respirar ni casi levantar la vista del papel hasta el final de la lectura.

Después de la dictadura argentina, Carré, hombre que había tenido que ganarse la vida de maneras poco claras, es reclutado como agente confidencial a las órdenes de El Pampero. Ya enviado a Europa, pasa años en París, luchando por abortar las conspiraciones comunistas contra la patria. Y allí frecuenta El Refugio, un bar, “el único sitio neutral de la ciudad donde se reunían los agentes de todas las potencias para cambiar chismes y jugar al ajedrez. Nunca nadie había utilizado un arma en ese lugar. Era un pacto tácito que sobrevivió a todas las guerras y a los cambios de fronteras durante siglos. Por eso Vladimir el Triste se quedó a vivir para siempre en la mesa del fondo”.

Entonces Carré se ve envuelto en la misión de su vida. Obligado a cambiar radicalmente de identidad, tiene que llevar a su país a un antiguo prócer argentino, devuelto a una vida vegetativa gracias a la biología moderna y las artes de un científico soñador. (El resucitado va a pilas, insulta con profusión y rememora con nostalgia hechos de épocas gloriosas.) Y en ese viaje enloquecido, sorteando trampas innumerables, espías y contraespías que a veces se disfrazan de fundación de escritores comprometidos a no publicar nunca, acompañamos a Carré y a su prócer protegido: a veces, a carcajada limpia; otras, con la sonrisa cómplice de quien está de su parte; y siempre con la conmiseración de los derrotados de este mundo falaz y despiadado contra el que el humor y la parodia inteligente siguen demostrándose armas muy eficaces.

El libro que yo poseo está editado por Editorial Sudamericana en 1992 y no sé si existe otra edición posterior.